Guardamos silencio mucho tiempo.
Después de que la nieve me soltara, de que la voz desapareciera de mi cabeza, no pude hablar. Ni con Ardin, ni conmigo misma. Como si la propia realidad se hubiese agrietado y yo mirara dentro sabiendo que ya no podría cerrarla.
Pero el silencio no podía durar para siempre. Volvimos a la casa de Ardin, a su biblioteca en penumbra con vitrales en las ventanas por los que se filtraba perezosa la luz de la luna. El fuego crepitaba en la chimenea como pensamientos ajenos. Donde debía haber calor, ahora había vacío.
—No lo lograremos —dije en voz baja, sentada en el borde del sillón—. Simplemente no nos dará tiempo. Si alcanzan a reunir a ocho…
Ardin estaba de espaldas, junto a la ventana. Oí cómo apretaba el apoyabrazos. Le crujieron los nudillos. Su voz sonó apagada:
—Ya se llevaron a seis. Nos quedan dos días. O menos. Si siguen el círculo, el séptimo desaparecerá muy pronto.
—Y ni siquiera sabemos dónde están. Solo indicios, fragmentos. Sombras etéreas. Una hoja arrancada de un libro, una placa y nombres a medias. Necesitamos más.
—No lo lograremos —repitió mi frase, pero sin derrota, solo con ira contenida—. Por eso… no pelearemos solos.
Lo miré. En esa mirada no había dudas. Ni una gota. Solo decisión.
—¿En quién confías en esta ciudad?
Se apartó de la ventana y se me acercó.
—En nadie.
—Entonces…
—…entonces iremos a la capital. Con el canciller imperial.
Fue como un disparo. Una palabra que hizo que la sangre pareciera moverse en las venas. Emperador. Canciller. La intervención del poder supremo es un juego peligroso. Sobre todo cuando eres Ilaria, una mujer sin linaje, sin protección, sin título. Forastera. Y cuando Ardin es un aristócrata caído en desgracia cuyo voz en el Consejo hace tiempo acallaron.
—¿Estás seguro de que nos ayudará? —pregunté con cautela—. El Imperio rara vez intercede sin una razón de peso.
—Si esto no es razón, que la nieve nos lleve a todos —dijo con dureza—. El Emperador no quiere ver cómo en sus tierras despierta un dios antiguo. Además… mi padre sirvió en palacio. El canciller lo conocía. Le entregaré esta placa. Y el libro. Y juro que verá la amenaza.
—¿Y si no la ve?
—Entonces le diré que planean revivir al Durmiente en tierra imperial. Y cuando despierte, lo primero que caerá será el propio trono.
Asentí. Lento. Pesado.
—Entonces partimos mañana al amanecer.
—Esta misma noche —replicó—. Mientras la pista aún está caliente. No podemos perder más tiempo.
Miré el fuego. Danzaba como si alumbrara ante mí sombras del futuro. Sabía que, de pie ante el canciller, tendría que contarlo todo: la magia mental, mi origen y quizá que vengo de otro tiempo.
Pero si en un platillo están las vidas de los niños…
Levantaré la mirada. Lo diré todo. No titubearé.
Porque si ese dios despierta, todos nos desvaneceremos en ceniza y hielo.
Dejamos Auris en plena noche, con la ciudad dormida bajo una capa de nieve de algodón y las calles alumbradas por el reflejo azul pálido de los faroles mágicos. Ni guardias ni curiosos: solo silencio y el crujir de los patines sobre la piedra helada. La carreta que consiguió Ardin era firme, protegida con escudos contra el éter, pero no contra los pensamientos.
Me senté frente a él, envuelta en un manto pesado, intentando no mirarlo demasiado tiempo. Pero el espacio entre nosotros parecía encogerse. Él estaba más cerca de lo debido. Más de lo permitido. Y el silencio entre ambos era algo más que callar.
—¿Está lejos la capital? —pregunté al fin.
—Si no nos detienen, llegaremos a las puertas al amanecer —respondió breve. Miraba por la ventana, hacia donde, en la negrura nevada, titilaban luciérnagas escasas: sortilegios de vigilancia que marcaban el camino seguro.
—¿Crees que el canciller nos creerá? Aunque le llevemos placas, el libro y la historia de un culto antiguo.
—Creo que no le quedará otra salida que creer. Sobre todo si decimos que uno de sus consejeros podría estar implicado.
Me estremecí.
—¿Tienes sospechas?
Asintió sin apartar la vista del blanco tras el cristal.
—Alguien los cubre desde dentro. Solo así pudieron robar niños sin dejar rastro en la red mágica de la ciudad. Alguien limpia tras ellos. O crea pistas falsas.
Las palabras se me atascaron en la garganta. Demasiado a menudo vi algo parecido —en otra vida, en otras calles. Donde la sangre corría en silencio, a la sombra de galones brillantes. Y aun así… esto era peor. Porque aquí había magia, niños y almas.
—¿Por qué confías en mí? —pregunté de pronto. No era un reto. Era cansancio.
Se volvió. Nuestras miradas se encontraron, y en ellas había más que una respuesta.
—Porque cuando entraste en mi vida, yo estaba listo para rendirme. Pudiste irte. Y te quedaste.
Bajé la vista. Apreté la tela con los dedos sobre mis rodillas. Se me cerró la garganta. No por sus palabras, sino por cómo las dijo.
—Me quedé porque no podía hacer otra cosa —respondí demasiado rápido—. No sé abandonar. Ni siquiera cuando debería.
—¿Es tu debilidad?
—Es mi maldición.
Se recostó y el silencio volvió a tenderse entre nosotros. Pero ahora era cálido. Como una manta echada para dos. Sentía que me miraba: no con recelo, no con dolor. Con atención. Con respeto. Tal vez… con algo más.
Me giré hacia la ventana para ocultar la sonrisa que no supe contener. Y entonces sucedió: un empujón leve en el pecho, un eco apenas perceptible. El éter vibró. Como un aliento.
Me quedé inmóvil.
—¿Qué ocurre? —se tensó Ardin.
—Resonancia mental. Muy débil. En el borde de la percepción. No es Nevea.
—¿Un niño?
Asentí. Cerré los ojos. Extendí la atención hacia delante, donde corría la carreta, donde el viento rasgaba cortinas de nieve, y allí, en la ventisca, se abría paso una voz: ajena, asustada, fragmentaria.
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milagro de año nuevo, un viajero a otros mundos, héroes adecuados
Editado: 20.10.2025