POV: Mariana
Los días pasaron sin grandes sobresaltos, al menos en apariencia. Clases, prácticas, almuerzos rápidos, lecturas hasta tarde. Todo parecía seguir su curso habitual. Pero por dentro, nada estaba igual.
Desde la tarde en su apartamento —desde ese casi beso que todavía me ardía en la piel— los silencios con Lucas cambiaron de color. Ya no eran neutros, estaban cargados. Había algo contenido, esperando, como una respiración que no termina de soltar el aire.
Esta mañana, Clínica de Grandes Animales había sido un torbellino, puerperios complicados, protocolos de fluidoterapia, casos en sala y un profesor que no perdonaba la distracción. Lucas estuvo impecable contestando dos preguntas difíciles; aun así, cuando lo miré de costado, le vi el gesto tenso, la mandíbula apretada. Después, en Reproducción y Obstetricia, completamos fichas de sincronización y discutimos indicadores de fertilidad; copié prolijo, respondí, asentí… pero una mitad de mí estaba en otra parte.
Por la tarde, en el laboratorio conjunto de Producción Vegetal Aplicada, seguí trabajando con Ismael. El tiempo voló entre observaciones y anotaciones. Sin embargo, cada vez que levantaba la vista, encontraba a Lucas en otra mesa, fingiendo que no nos miraba. Y después, cuando tocaba cruzarnos en la salida, apenas si me decía algo. Su incomodidad era tan visible como mi torpe intento de disimularla.
---
Al salir del pabellón, vibró mi celular:
Lucas: “¿Nos vemos en el jacarandá? Necesito hablar con vos.”
Se me encogió el estómago. Necesito hablar con vos. Podía ser cualquier cosa… y todas me asustaban: ¿un reclamo? ¿un límite? ¿o por fin lo que a veces creo leerle en los ojos?
Fui con el corazón golpeándome en la garganta.
---
Me esperaba al inicio del sendero, manos en los bolsillos, la media sonrisa de siempre, pero sin brillo. Caminamos en silencio; el murmullo del campus se fue apagando hasta que apareció nuestro árbol.
El jacarandá. Nuestro refugio desde primer año. Ese rincón que sobrevivió a parciales, noches sin dormir y discusiones tontas. Siempre ahí. Como si, a pesar de todo, lo esencial no se moviera.
Nos sentamos en el tronco. El viento meció las ramas y algunas flores violetas cayeron cerca, despacio, como si quisieran quedarse con nosotros.
—Mari… —dijo al fin.
La piel se me erizó. Lo miré; respiró hondo, cerró y abrió la mano sobre la rodilla, buscó palabras y las perdió un segundo.
—No puedo seguir actuando como si… —se interrumpió, tragó saliva—. Como si nada hubiese cambiado.
—¿A qué te referís? —pregunté, aunque lo sabía.
Alzó la mirada. Sus ojos ámbar me encontraron directo, sin escape.
—A nosotros.
El mundo se detuvo una fracción. Esa palabra me atravesó como un rayo. Quise decir algo, lo que fuera, pero la voz no me salió.
—¿Por qué nos hacemos los tontos con lo que sentimos? —siguió—. ¿Por qué nos mentimos?
—No sé de qué hablas… Somos amigos —murmuré, aferrándome a la última baranda.
—Yo no… —se quedó callado, frotándose la nuca—. Intento, de verdad. Pero ya no me sale.
Bajé la vista al pasto. Tenía miedo. Miedo de abrir una puerta que después no pudiera cerrar. Miedo de perder lo que sí tenía: su compañía segura, su estar de siempre.
—No es fácil, Lucas —dije, más para ganar tiempo que por otra cosa—. Somos muy distintos.
—¿Distintos? —sonrió de costado, cansado—. Tenemos una cabeza, dos ojos, una nariz, dos brazos… —iba a replicar, pero apenas levanté la mano, apoyó la yema de su dedo en la mía, suave, para que esperara—. Dos manos, cinco dedos… una boca —susurró, y su pulgar rozó mis labios con una delicadeza que me desarmó—. Y cuando estamos acá, bajo este árbol, yo no veo diferencias.
Quise apartarme, decir una broma, patear la pelota para adelante. No pude. El aire tenía un peso tibio. Una flor violeta cayó entre nosotros, justo entonces, como si el árbol entendiera mejor que nosotros mismos.
—No estoy saliendo con Ismael —alcancé a decir, bajito—. Si eso te inquieta.
—Gracias por decirlo —contestó—. Aunque no vine a preguntarte por él. Vine a hablar de mí. De lo que me pasa con vos.
Se quedó un segundo en silencio, como si buscara la última palabra correcta en medio de un texto que se reescribe solo.
—Te quiero de otra manera, Mari. Hace tiempo. Y ya no me sale esconderlo.
El corazón me golpeó fuerte. Quise creer que tenía una respuesta lista —un no claro, un sí valiente—, pero lo único que encontré fue un temblor.
—Estás equivocado —susurré, por reflejo. Lo vimos los dos, ni yo me creí.
—No te pido que decidas hoy —dijo, más calmo—. Solo que no te mientas.
Acortó la distancia. Nuestras respiraciones se tocaron primero. Después, su frente casi rozó la mía. Cerré los ojos. Noté el leve olor a café de su tarde, el latido en su cuello, el roce de su mano buscando la mía sobre el tronco. Sus labios apenas rozaron los míos, un borde, una orilla. Y entonces retrocedí, instintiva, como si hubiese tocado algo demasiado verdadero.
—Es un error —alcancé, poniéndome de pie.
Sentí el crujido del pasto bajo mis zapatillas. Caminé unos pasos sin mirar atrás. Me ardían las mejillas, la garganta, el pecho. Escuché su voz detrás de mí, clara, sin elevarse demasiado y, sin embargo, llegándome como un golpe.
—¡No vas a poder escapar siempre, Mari! —dijo—. Tarde o temprano… vas a dejar de mentirte.
No me giré. No podía. Apuré el paso por el sendero, con la certeza incómoda de que esas palabras iban a seguirme, tercas, mucho más allá del jacarandá.
---
El resto de la tarde fue una coreografía automática, un teórico breve, una fotocopia más para el TFI. Aunque compartimos clase y pasillos, Lucas no volvió a acercarse. No hizo falta, podía sentir su mirada cada vez que estaba cerca. Esa mirada pesaba como un recordatorio invisible, clavándose en mi nuca, forzándome a recordarlo todo.
Editado: 22.10.2025