POV: Lucas
La clase terminó y, aunque había cientos de cosas que podría haber dicho, me quedé callado. Mariana salió con sus apuntes bajo el brazo, rodeada del murmullo de los demás, y yo apenas la seguí con la vista. Había algo en su manera de caminar, rápida, casi huyendo, que me detuvo. Quise alcanzarla. Quise pedirle que no se fuera así. Pero me obligué a quedarme quieto.
Ella necesitaba espacio. Yo también, aunque doliera reconocerlo.
Guardé mis cosas con calma forzada. Mis compañeros charlaban sobre el práctico de la próxima semana, pero yo apenas escuchaba. Tenía la cabeza todavía bajo las ramas del jacarandá, en esas palabras que me salieron casi solas, y en ese casi beso que volvió a escaparse de mis manos.
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Cuando el edificio quedó en silencio, decidí volver. Caminé despacio hasta el sendero oculto. El murmullo del campus se apagó poco a poco, y ahí estaba otra vez: el jacarandá. Nuestro refugio.
Me senté en el tronco, donde todavía quedaban algunas flores caídas. Las toqué con la punta de los dedos. Eran suaves, frágiles, y al mismo tiempo parecían contener toda la fuerza de lo que siento por ella. Un amor que no dice nada en voz alta, pero que me sostiene desde adentro.
Cerré los ojos y respiré hondo. Podía escuchar su voz en mi memoria, el tono tembloroso con el que dijo “es un error”. Y sin embargo, su mirada me había dicho lo contrario. Lo sé. La conozco demasiado como para no darme cuenta.
¿Por qué huye? ¿Por qué huimos los dos?
Apoyé la cabeza en el tronco. Recordé cuando teníamos doce años, cuando se cayó del caballo y yo sentí que el corazón se me salía del pecho. Vi otra vez sus rodillas raspadas, su voz firme diciéndome “No pasa nada, Luki”. Esa fue la primera vez que entendí que quería cuidarla para siempre.
Y antes de que los años se volvieran más complicados, cuando todo todavía parecía juego, estaban esas tardes en que Marcos —su hermano— y los gurises del pueblo empezaban a bromear con que Mariana ya tenía “noviecitos”. No lo decían en serio, pero yo igual me las arreglaba para que se olvidaran de ella, proponía carreras hasta el molino, los tentaba con meter los pies en el arroyo, les armaba competencias de boleadoras con sogas viejas o, si hacía calor, terminábamos empapados en el bebedero de los caballos. Todos se reían, Marcos también, y lo tomaban como travesuras. Ella no se enteraba de nada. Yo hacía como que tampoco sabía por qué lo hacía. Era más fácil pensar que eran cosas de gurises.
Y ahora, tantos años después, sigo en el mismo lugar: queriendo cuidarla, aunque ella se empeñe en alejarse.
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Cuando el cielo empezó a oscurecer, decidí volver al departamento. Tomé mis cosas y caminé hacia el estacionamiento. Pero en lugar de ir directo a casa, me quedé un momento en el auto, con el motor apagado, mirando la salida del campus. Algo en mi pecho me pedía esperar.
Y entonces la vi.
Mariana.
Caminaba sola, con la mochila colgando de un hombro y la mirada perdida en el suelo. Sus auriculares colgaban, pero no llevaba música puesta. Parecía estar escuchando solo el ruido de su propia cabeza.
Mi instinto fue ir hacia ella. Pero me contuve. No quería incomodarla más, no después de lo que había pasado bajo el jacarandá.
Así que encendí el motor y avancé a una distancia prudente. La seguí con la mirada, cuidando cada uno de sus pasos. Ella no se dio cuenta. Nunca se dio cuenta de cuántas veces la cuidé en silencio.
La vi cruzar la calle, esquivar un grupo de estudiantes que salían riendo, detenerse un instante en la puerta de la fotocopiadora. Su silueta se recortaba contra las farolas encendidas, y había algo en esa imagen que me apretó el pecho.
Quise gritar su nombre. Quise decirle que no estaba sola, que yo siempre estaba ahí. Pero me limité a quedarme en el auto y seguirla unos metros detrás, en silencio, como si mi simple presencia pudiera protegerla de todo lo que no sé cómo poner en palabras.
Se sentó un rato en un banco, con la mirada perdida en nada. Me hubiera encantado saber qué pensamientos la atravesaban. Aunque lo intuía: eran los mismos que a mí me desvelaban.
Después reanudó la marcha. Bajé la velocidad y me mantuve a distancia, el motor ronroneando apenas. No era seguirla —lo sé—, era otra cosa: cuidarla sin que me viera. Lo hice toda la vida.
Hubo un tiempo, sin embargo, en el que no supe cómo cuidarla. Llegué a la estancia un fin de semana cualquiera, sin avisar —como siempre—, con esa urgencia extraña de verla que ni yo sabía nombrar. Nadie me esperaba. Crucé el portón y caminé hacia el corredor de entrada, con ese paso automático de quien se sabe en casa... hasta que frené.
Ella estaba allí, bajo el corredor, apoyada contra el poste de madera donde tantas veces nos habíamos sentado los tres a comer tortas fritas o a reírnos de cualquier pavada. Pero esta vez no estaba sola. Había un chico al que nunca había visto. Él decía algo y Mariana se reía. No era una carcajada… era una risa baja, cómoda. Ese detalle me dolió más que si la hubiera visto besarlo.
Me quedé quieto, a unos metros, casi escondido entre la sombra del molino y la luz del patio. Fue Marcos quien me vio primero. Me palmeó el hombro con esa naturalidad suya, sin medir nada.
—¿Qué hacés ahí, Luki? ¿Contando los horneros? —bromeó, pero para mí no fue un chiste.
—Recién llego... venía a saludar —respondí, lo más tranquilo posible, aunque lo único que deseaba era que dijera quién era ese y por qué Mariana sonreía así.
Marcos se encogió de hombros, como si nada importara, y soltó:
—Ah, sí... salió a tomar aire con su novio.
Novio.
La palabra cayó entre nosotros con el peso de una piedra en agua helada. Se hundió rápido, pero dejó ondas largas que me atravesaron entero.
Aun así, me acerqué. No soy de quedarme en la sombra cuando me arde algo. Saludé con educación, hice preguntas tontas sobre el clima, la cosecha, el liceo. El tipo me dio la mano con seguridad. Demasiada. Tenía ese gesto tranquilo de los que creen que nada puede moverlos. Bajé la mirada a sus detalles: reloj brillante, zapatillas nuevas, esa forma de pararse como si ya perteneciera al lugar.
Editado: 22.10.2025