POV: Mariana
El reflejo del vidrio me devolvía la imagen de mi cara cansada, y aun así no podía dejar de repasar cada detalle de lo que había pasado bajo el jacarandá. Esa voz suya, esas palabras que todavía me quemaban. Me alejé de la ventana y me fui al dormitorio. Me quedé unos minutos quieta, abrazada por el silencio de esas cuatro paredes.
Decidí darme una ducha para sacarme de encima el día, pero el agua tibia no alcanzó para apagar lo que seguía latiendo adentro. Cuando salí, con el pelo húmedo sobre los hombros, escuché ruidos en la cocina: Marcos había llegado con Ismael. Los dos estaban preparando algo rápido para cenar.
—¿Te sumás, Mari? —me dijo mi hermano, mientras cortaba pan.
—Claro —respondí, aunque no tenía demasiado apetito.
Nos sentamos los tres alrededor de la mesa. La charla fue ligera, casi automática: un poco sobre la facultad, un poco sobre fútbol, algún chiste de Ismael que hizo reír a Marcos. Yo sonreía, pero mi cabeza estaba en otra parte.
Después, como siempre, ellos se instalaron en el living. Ismael encendió la computadora grande, abrió archivos y empezó a discutir con Marcos sobre fórmulas de nutrición animal. Desde mi cuarto los escuchaba debatir con entusiasmo, riéndose a veces, como si se olvidaran de la hora. Y yo pensaba en lo mismo de siempre: con la laptop que sé que Ismael tiene, no tendrían que ocupar tanto la PC de casa. Pero él parecía más cómodo ahí, invadiendo de a poco ese espacio que era mío también.
Me refugié en mis apuntes, tratando de leer, aunque no entendía más de dos párrafos seguidos. Al final apagué la luz mucho más tarde de lo que planeaba. Y, aun así, desperté temprano, con esa mezcla rara de nervios y cansancio que últimamente me acompañaba.
---
La mañana empezó con Clínica de Pequeños Animales. El aula estaba llena de casos prácticos: perros con problemas digestivos, gatos con diagnósticos complejos, y un profesor que preguntaba con la mirada fija, como si pudiera leerte los pensamientos. Las preguntas eran cada vez más complicadas; trataba de no titubear, aunque sentía la presión.
Me tocó un cachorro con vómitos recurrentes, revisar fichas y armar un diagnóstico. Me enfoqué en la práctica, pero cada tanto mis ojos se desviaban hacia Lucas, a unos pasos de mí.
Lo veía serio, correcto, concentrado en lo suyo… pero distante. Ese muro invisible que había aparecido entre nosotros desde ayer seguía ahí.
Cuando sonó el timbre de las 11, el aire se llenó de un alivio colectivo. Teníamos un bache hasta las dos, y como siempre, fuimos todos juntos al comedor.
---
La mesa estaba llena. Marcos hablaba animado de un práctico de su carrera, mientras Ismael bromeaba con que se iba a tener que alquilar algo cerca de la facultad, porque vivía más acá que en su casa.
—¿No era que ibas a vivir prácticamente con nosotros? —rió Marcos, empujándolo con el hombro.
—Ya me veo alquilando algo a la vuelta. Me ahorro viajes y de paso los controlo a ustedes —dijo Ismael, entre risas.
Todos rieron. Bueno, no todos. Yo también, aunque con desgano. Y cuando levanté la vista, encontré a Lucas en silencio, con los ojos fijos en Ismael. No dijo nada, pero lo estaba escuchando. Y yo lo noté.
—Lucas, estás muy callado hoy —comentó Mónica, en un intento de hacerlo hablar.
—No tengo nada que aportar —contestó él, revolviendo su comida.
Mónica aprovechó para lanzar cualquier comentario sobre la clase de fisiología que habían tenido ellos en la mañana. Buscaba engancharlo, pero él apenas respondió con un gesto breve.
—Últimamente estás aburrido, Lucas —insistió ella—. Antes al menos salíamos, cenábamos.
Esa frase me hizo girar la cabeza de inmediato. Sentí que el tenedor me temblaba en la mano y lo apreté con fuerza, hasta que los nudillos se me pusieron blancos.
—El otro día ya estabas acostado. ¡Y no eran ni las nueve! —añadió, riendo como si fuera una broma.
La mirada que Lucas le lanzó fue clara: “callate”. Una expresión que yo reconocí enseguida.
—Estaba cansado, Mónica. Me bañé y me acosté. Nada más —dijo seco, sin intención de seguir la charla.
—Bueno, no te pongas así. Es que extraño nuestras cenas juntos —remató, y esas palabras me atravesaron como un dardo en el pecho.
Celos. Lo supe. Un calor incómodo me subió al rostro, y para disimularlo bajé la vista al plato. Pero las palabras me siguieron resonando. ¿Cómo sabía que estaba acostado? ¿Fue a su casa? ¿Se están viendo?
—Bueno, Mónica, si estás aburrida, nos escribís a nosotros —metió Ismael para aligerar el ambiente.
Ella le respondió con una tontería, y así siguieron todos, entre risas y comentarios de materias. Yo trataba de integrarme, pero lo cierto es que lo que había dicho Mónica seguía repitiéndose en mi cabeza, apretándome el pecho.
Cuando el almuerzo terminó y los demás se fueron a su clase, alcancé a girar buscando a Lucas. Pero ya se estaba yendo. Suspiré. Me dolía esta distancia, y tampoco podía sacarme de la cabeza lo de ayer. Quería hablarlo, pero no me dio oportunidad.
Así que me puse los auriculares y caminé hacia el único lugar donde sabía que podía ordenar un poco la tormenta: el jacarandá. El mismo árbol donde todo se había quebrado y donde, a pesar de todo, seguía sintiendo paz.
---
A las dos en punto estábamos de vuelta, esta vez en el Hospital Clínico. El ambiente era distinto: más serio, con bata blanca, planillas y protocolos. El murmullo de la mañana se transformó en concentración.
Pasamos por casos de rutina y algunos más complejos. Tuve que presentar la evolución de un gato con insuficiencia renal. El profesor me observaba como si buscara una falla. Noté la presión en mi espalda, hasta que levanté la vista de las planillas… y lo encontré a él. Lucas.
Me estaba mirando, directo, atento. No con juicio, sino como si quisiera asegurarse de que no me equivocara. Como si cuidara cada palabra que salía de mi boca.
Editado: 22.10.2025