Siempre me ha parecido que los hospitales son lugares llenos de historias, que en todos los rincones hay secretos, actos de bondad, de tristeza e, incluso, de egoísmo. Me gusta entrar y ver los colores suaves, esos que son capaces de tranquilizar hasta al alma más desesperada, y que son puestos a propósito para consolar a las más desafortunadas; las enfermeras con sus gorritos graciosos arrastrando carritos repletos de instrumentos, haciéndole plática a un paciente para que deje que la jeringa penetre su piel; es fascinante que la mayoría se une en mutuo acuerdo para guardar silencio y no perturbar al resto de los pacientes, los susurros en un hospital son como los gritos en un salón de clases, a veces son agónicos, otros alegres. Es por eso por lo que me quedo quieta mirando el desorden, no…. No es desorden, es felicidad que no puede ser susurrada, por lo que tiene que gritarse. Literalmente.
Suelto una risa entre dientes al presenciar a un niño corriendo alrededor de la enorme sala para que su madre y una enfermera no lo atrapen, a quienes se les empieza a dificultar la persecución debido a las carcajadas que no son capaces de controlar. Se ríen con tanta fuerza que me hacen sonreír.
Cualquiera pensaría que es una escena feliz, pero detrás debe de haber una historia, los niños que hay en la habitación son de edades variadas, sin embargo, tienen algo en común: una enfermedad. De lo contrario no estarían en un hospital.
—¿Por qué están aquí? —pregunto al tiempo que trago saliva con nerviosismo.
Desde que llegamos a este sitio, Oliver se ha quedado recargado en el marco de la puerta mirando fijamente un punto en la nada, no ha dicho ni una sola palabra y ya van varios minutos, ha dejado que estudie el cuadro sin interrumpir, lo cual es muy sospechoso, ya que, por lo regular, no puede mantener su asquerosa boca cerrada.
—Están enfermos —responde.
Toma todo mi autocontrol no poner los ojos en blanco, ¿en serio tiene que ser tan cortante cuando estoy actuando con respeto? No le he dicho ni una sola vez lo que pienso de que me haya arrastrado por el pasillo de la escuela, seguramente dislocó mi hombro y me aparecerá un gran moretón en el antebrazo. Es un salvaje. Me trago el cúmulo de maldiciones que me muero por gritarle.
—No me digas —suelto con sarcasmo.
Una de las comisuras de Doms tiembla, el problema con él es que no sé si se ríe conmigo o se está burlando.
—No hiciste la pregunta correcta. —Se encoje de hombros.
Maldito, no le voy a dar el gusto.
—¿Qué es lo que tienen?
—Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida.
Una vez, en la clase de biología vimos las enfermedades de transmisión sexual, me aprendí de memoria mucha información, todavía recuerdo mi investigación. Me da tristeza porque son niños tan pequeños, se me eriza la piel. Tomo un respiro profundo y dirijo la vista al frente de nuevo.
—¿Ves a la niña que tiene un moño rosa en el cabello? —Asiento cuando la encuentro, pero luego afirmo haciendo un sonido, pues me doy cuenta de que no me está mirando—. Vivió hasta los diez años con su madre biológica, quien era una prostituta drogadicta que se atrevió a inyectar a su hija para drogarla y pagarle a su proxeneta, era demasiado pobre como para costear su adicción, así fue como se enfermó. Sus padres adoptivos se enteraron de su condición cuando sufrió una serie de síntomas, entonces, de la noche a la mañana, ya no la querían y la abandonaron.
Cierro los párpados y me recargo en la puerta, si una pareja decide adoptar supongo que es porque ansían tener un bebé, formar una familia. ¿Cómo es posible que le hicieran eso a una pequeña indefensa que necesitaba amor más que nunca? No es un objeto que puedas arreglar, es un ser humano. No solo tuvo que lidiar con su madre biológica, también con dos imbéciles y con una enfermedad.
—Ahora dale un vistazo al niño que hace rato corría haciendo reír a su madre y a la enfermera. —Hago lo que me pide, el chiquillo ahora salta como si fuera un canguro, no puede quedarse quieto—. Su madre también tiene SIDA, se enamoró de un tipo que la chantajeó hasta que ella cayó, no solo la contagió, la abandonó al enterarse de que estaba embarazada. Está muriendo, tiene cáncer. ¿Tienes idea del dolor que sintió al saber que iba a transmitirle la enfermedad a su hijo? ¿Que no va a estar ahí el día que a él le toque la peor parte?
—No —murmuro.
—Casi todos los bebés con SIDA mueren el primer año de vida, los que salen adelante sobreviven, por lo general, hasta los dieciséis —dice—. Dime qué es lo que ves, Han, ¿qué escuchas? ¿Qué sientes?
—Veo niños pequeños sentados en sillas de colores riendo y jugando, escucho risas; y extrañamente me siento feliz, a pesar de lo que me has dicho.
—No te traje aquí para que sintieras lástima, tú eres la que les darías lástima a estos niños, porque ellos no eligieron sufrir por su enfermedad, tú sí eliges sufrir. Son unos guerreros valientes que luchan por vivir y no se lamentan por ello, al contrario, luchan con más valentía. No intento minimizar tus sentimientos, pero a veces necesitamos salir de nuestra burbuja y compararte con otros, todo dolor es aceptable y merece sanar. Solo quiero que te des cuenta de que en algún lugar hay personas en una situación más difícil que la nuestra y no lloran, están sentados en sillas de colores riendo y jugando, Hannah, siendo felices, a pesar de las circunstancias. Con esto no quiero decir que no puedes llorar o que hacerlo es de débiles, pero no lo hagas por un tipo que no ha hecho nada más que demostrarte que no lo vale.
La sinceridad en su tono me deja sin habla, en esta ocasión no quiere molestarme, está diciendo lo que realmente piensa.
—¿Por qué haces esto si no te agrado? —cuestiono.
—Porque tienes todo para salir adelante, solo necesitas ser valiente y atreverte a salir de tu cárcel. La vida es muy corta como para que no veas las cosas hermosas por estar llorando escondida detrás de la misma pared.