Al cruzar el umbral de la mansión, Tobías sintió cómo la brisa fresca de la mañana le azotaba el rostro. Sus pensamientos eran una marea violenta de emociones, pero su exterior permanecía frío e implacable. Se detuvo por un momento, respirando hondo, y entonces se giró hacia Dorntal, que lo seguía de cerca.
—Quiero que te quedes aquí, Dorntal —dijo, su voz cortante, como si cada palabra se clavara en el aire—. Prepara a los guardias y a los guerreros que aún me son leales.
Dorntal frunció el ceño, sus ojos oscuros buscando alguna explicación en el rostro de Tobías.
—¿Tú solo, mi señor? —preguntó, desconcertado.
Tobías asintió, y por un breve momento, su expresión se suavizó. Colocó una mano en el hombro de su soldado.
—A partir de aquí, Dorntal, debo continuar solo. Esta no es una batalla que se gana con espadas. Es algo más profundo. Confía en mí.
Dorntal vaciló por un instante, pero luego asintió con la obediencia férrea que siempre lo había caracterizado. No era su lugar cuestionar las decisiones de su señor, aunque no las comprendiera del todo. Vio cómo Tobías se alejaba a paso firme, como un león que avanza hacia el corazón de su territorio, dispuesto a enfrentarse a su destino.
Tobías descendió por la pendiente de la ciudad hasta llegar al centro de la placeta. Las calles estaban vacías a esa hora, pero el sonido de sus botas resonaba contra los adoquines, amplificado por el silencio tenso que se respiraba en el ambiente. Al llegar a la placeta, los guerreros del sur ya se habían reunido, formando un círculo cerrado alrededor de Rorik, Celdrin y Nelah, que estaba atada de pies y manos. Su rostro mostraba el cansancio y las marcas del maltrato.
Los guerreros, todos hombres rudos y curtidos por la guerra, se volvieron al ver a Tobías. Algunos lo miraban con desprecio, otros con curiosidad, y unos pocos con miedo. Sabían quién era. Sabían de lo que era capaz.
Tobías avanzó, sus ojos fijos en Rorik y Celdrin, que estaban en el centro del círculo, observándolo con sonrisas burlonas. No se detuvo hasta que estuvo a unos metros de ellos, su mirada fija en Nelah, el único punto que lo conectaba con su humanidad.
Al detenerse, sus pensamientos volaron a su infancia. Recordó los días en que había sido un idealista, un joven lleno de esperanzas y sueños de justicia. Quería cambiar el mundo, derrocar la tiranía y traer paz a su pueblo. ¿En qué momento había dejado que todo se torciera? ¿Cuándo se convirtió en aquello que más odiaba?
Tobías respiró hondo, y su voz resonó firme en la placeta:
—Rorik, Celdrin... liberen a Nelah.
Ambos hombres intercambiaron una mirada antes de soltar carcajadas. Rorik fue el primero en hablar, su voz impregnada de veneno.
—¿Liberen a Nelah? ¿Qué derecho tienes a exigir algo, Tobías? Tú, que alguna vez te presentaste como el gran salvador de este reino. Mírate ahora, un tirano. Un hombre que nadie quiere.
Celdrin asintió, añadiendo con una sonrisa cínica:
—El idealista que prometió justicia... ¿Dónde está ese Tobías? ¿Qué quedó de él?
Tobías permaneció en silencio, su rostro impasible. Conocía bien sus palabras. Eran las mismas que él se repetía en sus peores momentos de soledad. Aun así, no reaccionó. No les daría la satisfacción de verlo vacilar.
Rorik hizo un gesto con la mano, y dos de sus hombres desataron a Nelah. Ella corrió hacia Tobías, sus ojos llenos de lágrimas, y lo abrazó con fuerza. Tobías sintió su calor, su desesperación, y por un breve instante, su fachada de hierro se quebró.
—Nelah… —susurró, pero antes de que pudiera decir más, Rorik interrumpió con un grito.
—¡Ya basta! —bramó—. Si no quieres que volvamos a atarla, dile que se vaya. ¡Esto no es su asunto!
Tobías miró a Nelah a los ojos, y aunque cada fibra de su ser quería retenerla, sabía que no podía. No aquí. No ahora.
—Vete, Nelah —dijo, su voz firme aunque cargada de tristeza—. Cuando esto termine, tendremos tiempo para hablar.
Nelah lo miró, sus ojos llenos de lágrimas, pero asintió. Sabía que no podía quedarse, aunque le doliera marcharse. Se giró y comenzó a correr, sus sollozos resonando en el aire mientras se alejaba.
Tobías volvió su atención a Rorik y Celdrin, su semblante endurecido nuevamente. Dio un paso adelante, extendiendo las manos.
—¿Quieren atarme? —preguntó, su voz resonando en el silencio—. Adelante. Pero antes, díganme… ¿cuál es la diferencia entre ustedes y yo?
Rorik frunció el ceño, mientras Celdrin lo observaba con desdén.
—¿Creen que son mejores? —continuó Tobías, mirando a ambos con intensidad—. Han mordido la mano que les dio de comer durante años. Me han traicionado por ambición, por codicia. ¿Cómo son diferentes de mí?
Rorik se acercó, el odio destilándose en su mirada.
—Eres un tirano, Tobías. Y nosotros te derrocaremos para liberar a este reino de tu yugo.
Tobías asintió, su expresión aún calmada.
—He cometido errores, lo admito. No me justifico. Pero ustedes... ustedes son iguales. Han traicionado todo en lo que alguna vez creyeron, igual que yo.