Nacimos en la cuna de la Tierra, bajo el manto de su cielo azul,
criaturas del suelo y del mar, hijos del verde y del alba.
Pero en nuestros corazones arde la llama de las estrellas,
y nuestros ojos, siempre al cosmos, reflejan la llamada.
Construimos naves de esperanza, arquitecturas de sueños,
que nos llevarán, valientes, a través del velo nocturno.
Nuestro hogar, aunque amado, se convierte en el punto de partida,
para las odiseas que escribiremos en los mapas del futuro.
Las estrellas, que una vez contamos desde antiguos observatorios,
ahora nos pertenecen, destinos en la vastedad del espacio.
Nuestros descendientes aprenderán de nuevos soles y planetas,
y en la lejanía, junto a la luz de otros mundos, hallarán su abrazo.
Moriremos lejos de la Tierra, pero cerca del infinito,
nuestros últimos suspiros serán polvo de estrellas, eternos.
Seremos los dueños de las mismas, no por conquista, sino por herencia,
pues cada átomo nuestro proviene de sus corazones invernos.
Así, dejamos atrás nuestro berceau, no por olvido, sino por amor,
por la sed de conocer, por el deseo de expandir nuestra familia.
La exploración espacial es nuestro legado, nuestra aventura más grande,
y en ella, encontramos la promesa de un mañana lleno de maravillas.