En el lienzo del cosmos, pintado con el pincel de la naturaleza,
la humanidad se alza, un dios terrenal en el teatro celestial.
Pero incluso los dioses caminan bajo la sombra de un poder mayor,
el de la naturaleza, madre y maestra, en su majestad sin igual.
Ella, que moldea montañas y dirige el curso de los ríos,
nos enseña con tempestades y nos acuna en la calma del mar.
En su abrazo encontramos refugio, en su furia, un recordatorio:
somos hijos de la Tierra, forjados por su amor y su azar.
Los volcanes despiertan, las olas se alzan, los vientos rugen,
cada fenómeno, una lección de humildad y de resiliencia.
La naturaleza, en su danza eterna, nos muestra que la vida
es un ciclo de creación y destrucción, de muerte y de nascencia.
Auroras que bailan en el cielo, desiertos que esconden secretos,
bosques que susurran historias, hielos eternos que vigilan el tiempo.
En cada maravilla, un espejo de nuestra propia alma,
un reflejo de la fuerza y la fragilidad que llevamos dentro.
Así, mientras la humanidad escribe su historia entre las estrellas,
la naturaleza sigue su curso, indiferente a nuestras conquistas.
Nos recuerda que, aunque alcemos rascacielos y naveguemos galaxias,
en su seno encontramos nuestro origen y nuestras pistas.
La humanidad, ese dios colectivo, no está por encima de todo,
sino que es parte de un todo, un universo donde cada ser tiene su lugar.
Y en el eco de la naturaleza, en su poder que nos moldea y nos desafía,
encontramos la verdadera grandeza, la que nos enseña a amar y a respetar.
Jhon Alex Riascos Borja
·2024·