Llevaba allí más de una semana y la butaca casi se había fundido con él. En esta ocasión ni siquiera su actitud positiva podía pintar la realidad, porque la realidad no admitía color. Aun así, siempre mostraba su lado más cortés y amable, teniendo muy presente que no sólo él sufría y que todos necesitaban palabras de consuelo.
Había decidido empezar a leer una trilogía inacabada, sólo porque era la favorita de ella. Tenía la esperanza de que regresara si lo escuchaba leyéndola, y aunque fuese casi imposible, el casi lo alentaba a seguir esperando.
Tomó el primer libro en sus manos y pasó sus dedos por las letras en relieve de la portada; “La búsqueda de la pequeña Jackson” era el título, el autor no lo leyó, no quería leerlo. Sonrió tristemente al saber que la historia quedaría incompleta para siempre, tal vez como la suya propia, y la abrió en el primer capítulo.
—La niña —comenzó a leer Ian— lustraba los zapatos de un zafio señor cuarentón, que más que alcalde, parecía ser el dueño de todas las tabernas de Landancht por el tiempo que las frecuentaba. «¡Con más brío! Que tengo prisa», dijo el alcalde soltando una peste alcohólica por la boca. La pequeña se quedó con las ganas de preguntarle si el asunto que tanto lo apuraba era el encuentro con la cerveza de las 12:10. Pero ella era inteligente, y se quedó callada.
La agonía de saber que ella había leído esas mismas líneas antes empezó a aplastarle el pecho. Cerró el libro con un golpe seco y lo devolvió a la mesa; seguiría leyendo, sólo necesitaba acostumbrarse a esa sensación asfixiante. Cuando no había nadie alrededor que lo viese, su máscara se rompía en mil pedazos.
—¿Sabes? —dijo Ian con voz quebrada— Me gustaría no sentirte tan lejos.
La luz que entraba por las rendijas de la pared me despertó. No abrí los ojos, aún no quería levantarme. Me estremecí al sentir la brisa, y al escuchar el silbido de fondo supe que hoy hacía mucho viento. Me quedé unos segundos con los ojos cerrados, había algo diferente en el ambiente, un sonido disonante que había terminado por arrebatarme de lo único que me daba paz: los sueños, los mismos que a veces se transformaban en la soga que me asfixiaba. Pero, al menos, en mis sueños sólo me faltaba el aire a veces; cuando despertaba siempre sentía esa sensación de ahogo.
El sonido desentonado cada vez me estresaba más, parecía que alguien quería cantar pero que le habían dado con una piedra en las cuerdas vocales. Abrí los ojos sabiendo que descansar ya no era una opción y me levanté del lecho de paja, el único aislante que me proporcionaba un poco de abrigo en toda la cabaña. Un dolor agudo recorrió mi cuerpo desde los pies a la cabeza, como cientos de jeringuillas atravesándome la piel hasta calarme los huesos. El dolor me mareó brevemente y me apoyé contra la fría pared de madera para recuperar fuerzas. Intenté inspirar hondo. Una punzada de dolor congeló mi respiración, creí que los pulmones me reventarían. Y lo deseé. Aguanté mordiéndome el labio inferior, tal vez así el dolor menguaría, pero no lo hizo. Creo que aguanté la respiración cerca de un minuto. Cuando ya no podía más volví a intentarlo con pequeñas bocanadas de aire. Despacio lo conseguí. Recuperé un ritmo normal y cuando el dolor se camufló entre los malestares propios del día a día volví a escuchar ese irritante sonido. Busqué un hueco en la pared para descubrir que era esa cosa, pero las rendijas y los agujeros eran demasiado diminutos cómo para poder ver con claridad. ¿Qué era ese maldito sonido? Lo único que podía ver mientras mis manos se congelaban por culpa de la pared era que algo se movía entre la copa de los árboles. No sabía que era.
Antes de acabar helada me aparté de la pared y salí del cuartucho.
El reloj de arena captó mi atención como cada mañana tan pronto como entré en la habitación principal: la arena caía continuamente por el pequeño hueco del reloj; sin embargo, nunca terminaba de caer y nunca se llenaba. El sonido del tiempo se clavó en mi nuca.
Con el estómago vacío me dirigí a las alacenas carcomidas como el resto de la cabaña, era una suerte que las puertas no se quedaran en mis manos. No era una habitación muy grande, en general la cabaña era bastante pequeña, pero era un lugar aceptable para protegerse, y cuando tu vida está al borde del abismo no te andas con lujos. Tan sólo tenía tres habitaciones, y sólo una de ellas tenía una ventana y una puerta que conducía al exterior. El viento atravesaba todas las paredes de la cabaña produciendo pequeños susurros, a veces me hacían sentir acompañada y el dolor de las soledad se hacía más pequeño. Sí, así era la cabaña, murmullos en tres habitaciones, murmullos recordándome que había una cuarta puerta. Miré de reojo la puerta carcomida con una cerradura oxidada; los escalofríos que recorrían mi cuerpo al pasar cerca de ella me decían que estaba mejor cerrada.
Volví de nuevo la vista a la alacena y cogí un poco de pan duro, ya no quedaba demasiada comida en las reservas. No sabía si moriría antes por el hambre o por culpa de la Sombra. La incertidumbre de no saber cómo y cuándo ocurriría me atemorizaba. Me iba matando del miedo. Eso lo odiaba. No podía decir “me morí”, “me muero” o “me moriré”. No, era una acción prolongada. Yo “me estaba muriendo” poco a poco y lo que quería era morirme de golpe.
En cambio, aquí estaba, siendo demasiado cobarde para acabar con todo, y siendo demasiado cobarde como para atreverme a vivir.
Editado: 05.05.2020