Reverberación

02. Olor a serrín y barniz

     —¿Cuánto tiempo llevas aquí? —preguntó Maggy al verlo sentado en el butacón con la mirada perdida tras la ventana.

     Era una pregunta retórica. No necesitaba que Ian se lo dijese para saber que no se había ido. Su única intención era mostrar la preocupación que el dolor de su corazón la instaba a expresar. La inquietaba ver unas ojeras tan marcadas alrededor de sus ojos, aquellos que ahora carecían de su brillo natural.

     Ian apartó la mirada y la centró en Maggy, que traía dos cafés en la mano. Cuando vio la preocupación en su rostro fingió una pequeña sonrisa mientras cogía uno de los cafés.

     —Gracias —dijo.

     —De nada —respondió ella.

     Ambos se acongojaron al escucharse. Intentaban ser fuertes, pero se conocía demasiado bien como para poder ver más allá de las mentiras. Maggy se acercó a la ventana, era un día soleado nublado por las tragedias y el dolor, algunos incluso tenían pesadillas despiertos.

     —Sólo espero que no se rinda —susurró ella.

     Únicamente las lágrimas de Maggy irrumpieron el silencio que los abordó después. Ian se limitó a llorar para sus adentros. Para cuando dejaron de lamentarse el café estaba frío.

 

 

 

     Me levanté cansada, con el sonido desafinado de fondo. Siempre me levantaba sin energía; las noches eran una tortura, y el miedo me hacía creer con un subidón de adrenalina y palpitaciones en el pecho que si cerraba los ojos la Sombra me mataría. Los monstruos existen; te hacen sentir miedo de noche e inseguridad mientras duermes. Con ellos dormir con un ojo abierto no es suficiente. Para cuando el terror desaparecía los rayos de sol que entraban a través de las tablas de madera me despertaban. Ahora, aún por encima, ese irritante sonido me acompañaba todo el día.

     Lo único positivo era que ni la niña ni el chico pelirrojo habían vuelto a aparecer. Ahora que ya habían pasado dos días desde la visita, empezaba a pensar que la niña había hablado tan mal de mí que les habría quedado la impresión de que era taciturna, antisocial y peligrosa.

     En realidad, eso era exactamente lo que era.

     Al entrar en la habitación principal golpeé con el pie una de las botellas que había en el suelo, miré el desastre y sin pararme mucho seguí adelante. La habitación estaba desordenada, en la mesa podrían encontrarse restos de alguna manzana al lado del reloj de arena, o migas de pan por el suelo. No, no es que fuese desastrosa y sucia, simplemente que cuando vas a morir dejas de preocuparte por esas cosas.

     Me dirigí a la alacena y la abrí: quedaba una botella de agua, una manzana y medio pan mohoso. Cogí la manzana y me senté cerca de la ventana, acurrucándome en mi misma y observando el exterior. No cogí una silla, estaba débil y sólo quería sentarme. Tras la ventana tan sólo había árboles y alguna montaña al fondo. Si prestabas atención podrías escuchar el sonido del agua en la lejanía. «Hay cosas más importantes que el miedo». Esas palabras resonaron en mi cabeza con claridad. Reproduje esa frase una y otra vez intentando comprender que había querido decir ella. Seguramente pensaba que hay que intentar vivir enfrentando el miedo, a pesar del peligro, que hay que luchar siempre. Sí, seguramente sería eso. A pesar de lo molesta que había sido solo quise que nunca llegara a conocer la tentación que puede producir desear dejar de tener miedo, y que a veces es la única salida.

     Me dejé caer en el suelo, tumbándome. Vi algún pájaro pasar por delante de la ventana. Eso seguía cantando al otro lado de la cabaña, desafinando, mejor dicho. Yo sólo me quedé quieta, sin pensar demasiado, esperando a que pasaran las horas hasta que el sol me abrigase con su calidez.

     Un extraño olor invadió el ambiente. Olía a barniz y a serrín, un olor peculiar teniendo en cuanta que vivía en una cabaña vieja y mohosa. Me tensé al escuchar unos pasos acercándose.

     —¿Hola? —era una voz masculina y un poco aguda.

     Me aparté rápidamente de la ventana, arrastrándome hacia atrás, con las pulsaciones golpeándome el pecho. Lo primero que se me cruzó por la mente fueron un sinfín de palabras poco agradables dirigidas a la niña, pensando en que ella era la culpable de que este chico estuviese aquí. Me acurruqué en la otra esquina de la cabaña para estar lo más lejos posible de él. Pensé en irme al cuartucho, pero el miedo me paralizó.

     —¿Hay alguien? —volvió a preguntar.

     Entonces apareció tras la ventana. Se acercó a ella y paseó su mirada pegada al cristal por la cabaña.

     —Sigue siendo mejor que la casa de la Señora Rochester. Aunque la decoración podía mejorar —dijo haciendo referencia a las botellas y los restos de comida esparcidos por el suelo.

     Yo intentaba no hacer ruido, todavía no había reparado en mi presencia. Mientras hablaba sólo podía fijarme en lo naranja que era su pelo. Como una zanahoria. Seguramente comparar un pelirrojo con una zanahoria era el chiché del mundo de las comparaciones. ¡Pero es que era tan naranja, tan llamativo, tan hipnotizante! ¡Tan zanahoria!

     Entrecerró los ojos y pronto reparó en mi presencia. Levantó una mano en señal de saludo y con una sonrisa dijo:



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En el texto hay: amnesia, amor, miedo

Editado: 05.05.2020

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