Esta vez fue Ian el que llegó más tarde de lo habitual. Había decidido, tras las insistentes súplicas de sus amigos y familiares, ausentarse para descansar en condiciones y asearse. Esto último lo había hecho únicamente gracias a Maggy, quien le había advertido con una sonrisa que si Bonnie regresaba y él la recibía con ese olor, le faltaría tiempo para darse la vuelta y marchar corriendo. Aunque Maggy bromeaba, el pobre Ian no había podido evitar pensar en un segundo rechazo de Bonnie y se había marchado corriendo a casa. Ahora su pelo brillaba, limpio y sedoso; la ropa olía a frescura y estaba cuidadosamente planchada, aunque eso se debía más a las manos cuidadosas de su madre, pues Ian, como gran parte de los adolescentes del mundo, no se llevaba muy bien con la plancha. Lo único que no había cambiado era la ausencia del brillo en sus ojos. Ni la mejor apariencia podía esconder el dolor que sentía constantemente.
Entró en la habitación dispuesto a no abandonarla hasta que le obligasen y se encontró a Maggy allí. Ella también solía venir a menudo, eran muchos los que venían a esperarla. La encontró acurrucada en el sillón, con un libro en las manos mientras tarareaba una canción que revolvía todos los sentimientos de Ian. Fue entonces cuando Maggy desapareció entre sus recuerdos y su figura se transformó en la de Bonnie. La vio sentada en el butacón, con los pies en el asiento y cantando esa canción como mil veces le había escuchado cantándosela a Alec. Ahí estaba, con su pelo trigueño cayendo salvaje a lo largo de su espalda, con sus ojos ambarinos de gata. Su cuerpo era tan menudo que parecía rasgarse al tocarlo, siempre teniendo que pedir ayuda para alcanzar cualquier cosa de cualquier lugar. Y aun así siempre lista para morder, con una mirada intensa y aviesa, con su sonrisa torcida, dispuesta a atacar si era necesario: tan fuerte, tan inteligente, tan necesaria, tan… ausente.
Cuando creía que ya no podía llorar más, notó como una lágrima resbalaba por su piel.
—¡Lo siento mucho, Ian!— una voz lo arrebató de su ilusión. Bonnie se evaporó dejando paso a Maggy, quien lo miraba como quien ha cometido un crimen.
—No pasa nada— dijo él con una sonrisa amarga—. Sigue, me encanta esa canción.
Desperté un poco inquieta.
Desde hacía dos semanas Ian me visitaba cada mañana para dejarme una cesta con un poco de comida. No solía entretenerse; sin salir del cuartucho yo escuchaba como abría la puerta, dejaba la cesta sin invadir la habitación, recogía la que estaba vacía y volvía a cerrarla, haciendo el más mínimo ruido posible. Después de eso era cuando yo me levantaba, evitando encontrarlo. A veces me dejaba una nota dentro. Por lo general sólo me deseaba un buen día y recalcaba sus nobles intenciones. Tengo encontrado dentro un bolígrafo, tal vez con la intención de que le respondiese, como aquel día que me preguntó si estaría dispuesta a hablar con él. No le respondí. Nunca respondo. Mantener más contacto con él sólo lo pondría más aún en peligro. Aunque, la respuesta correcta a la pregunta hubiese sido un simple «No».
Yo no quería su ayuda. Mi plan era muy sencillo, desaparecer de la cabaña como había llegado a ella, sin recuerdos, sin ruido, sin amigos… Es muy fácil dejarse morir cuando tu miedo al exterior es más fuerte que el hambre, no hay opción. Pero esa zanahoria lo había cambiado todo. Yo no era tan fuerte. Cada vez que traía la cesta con comida era como si mi estómago me dijera «aún no, aún no es tu hora». Tenía que haberlo echado cuando tuve ocasión, ahora era demasiado tarde; él esperaba más de mí y yo no quería dárselo. Hacía un par de días él había intentado acercarse. Esperó en silencio hasta que yo me aproximé a la cesta. Cuando ya había caído en la trampa apareció tras la ventana con una gran sonrisa tonta.
—Una dulce comida para un amargado corazón— dijo jocoso.
Casi me atraganté del susto con el agua que me había traído. Me enfadé conmigo misma por no darme cuenta del intenso olor a serrín.
—No sabía que mi presencia te emocionaba tanto. Pero contrólate eh, que si te mueres no podrás volver a verme —su ingenio siempre iba acompañado de una amplia sonrisa.
Ya sabía que Ian no era peligroso, al fin y al cabo, si hubiese querido hacerme daño ya lo habría hecho. También se había disculpado en reiteradas notas por el incidente de nuestro primer encuentro, jurando que jamás se repetiría de nuevo. Por algún motivo le creía. Pero su presencia me inquietaba… Por él, por mí, por los dos. Por muy poco que me agradase no le deseaba ningún daño, y menos aun teniendo la consideración de traerme comida y bebida cada día.
Me retiré a una esquina de la habitación con las manos vacías, ya no tenía apetito. Me senté y miré a Ian con cara de pocos amigos. Pensé que así se iría y que con el tiempo perdería el interés en mí.
Él resopló.
—¿Alguna vez te han dicho que pareces un tejón?— mi cara de desconcierto le arrancó una sonrisa burlona antes de proseguir—, pequeño, pero matón.
El ver que a mí no me hacía gracia parecía divertirle aún más.
—Vamos, no te enfades— dijo sonriendo—. A estas alturas un tejon ya me habría mordido, tú solo me has lanzado una botella. Eso ya es una diferencia.
Ese día Ian decidió quedarse conmigo, hice todo lo que pude por contener mi alegría. Empezó a hablarme de algo que ya mencionara en nuestro primer encuentro: el lamentable estado de la cabaña. Seguía desquiciándolo que la madera estuviese carcomida y podrida, alegando que era peligroso que estuviese ahí dentro.
Editado: 05.05.2020