Cuatro semanas después
Ya habían pasado cuatro semanas y, sorprendentemente, todo marchaba bastante bien. Jack se recuperó por completo de los golpes y Zack, aunque seguía siendo el mismo fastidio de siempre, ya no molestaba tanto como antes. Belinda se adaptó de maravilla al instituto; parece que lleva toda la vida aquí.
Estamos en clase de francés. Y cuando digo “clase de francés”, me refiero a que el profesor habla en un idioma que para mí suena igual que un ventilador dañado: puro ruido y cero entendimiento. Así que decido aplicar la táctica de supervivencia académica número uno: fingir que entiendo absolutamente todo. Esta clase la comparto con Belinda y —por desgracia mía y suerte del destino— también con Zack.
—Señorita Hernández, pase al frente y llene esto —ordena el profesor Hidalgo.
¿Pero cómo demonios voy a hacerlo si no entiendo nada de nada? pienso mientras siento cómo se me evapora el alma.
Me levanto despacio, rogando que un milagro me rescate, y como si el cielo hubiera escuchado mis súplicas, la puerta se abre y aparece el director.
—Zack Black y Esmeralda Hernández, acompáñenme —dice, seco como siempre.
Miro a Zack, buscando una explicación, pero solo niega con la cabeza. Recojo mi mochila, me la cuelgo al hombro y salgo. El director nos espera afuera del instituto.
—¿Para dónde vamos? —pregunto sin rodeos.
—Caminen en silencio. Es lo único que quiero.
Y obedecemos. Nos guía hacia su auto sin decir palabra. Subimos, él arranca, y el camino entero se mantiene en un funeral de silencio. Después de un rato, llegamos a un edificio enorme que, visto desde afuera, parece un hotel… pero uno que tuvo tiempos mejores. Mucho mejores.
Entramos sin hablar y nos encontramos con una mujer.
—Hola, Martha. Mucho tiempo sin vernos —saluda el director.
Así que ahora sé su nombre: Martha. Es una mujer mayor, pero muy bonita: ojos marrones, piel morena y cabello negro con algunas canas repartidas como estrellas.
—Hola, Federico —responde ella.
Omg. Primera vez que escucho el nombre real del director Hitler.
—Estos son los chicos de los que te hablé —dice él.
Miro a Zack. Él también parece completamente perdido.
—Vengan, síganme —dice Martha—. Les voy a enseñar el orfanato.
Y ahí es que todo nos cae encima de golpe.
—¿¡Orfanato!? —gritamos al unísono, como dos robots averiados.
—¿Federico no les dijo nada? —pregunta ella sorprendida.
—Sí nos habló, pero no pensé que sería tan pronto —respondo, fingiendo molestia. Por dentro pienso que si nos hubiera avisado antes quizá habría tenido tiempo de huir del país. Mentira, pero suena dramático.
—Yo tampoco —dice Zack, igual de confundido.
—Vengan, les muestro el lugar —insiste Martha.
Obedecemos; total, patalear no servirá de nada.
Nos enseña su oficina y nos cuenta que su madre —ya fallecida— fue quien fundó el orfanato. También nos lleva a los baños, a la habitación de los bebés —donde me dan ganas de morirme de ternura, son demasiado adorables—, luego al área de niños de uno a diez años y finalmente a la de adolescentes, que son mayoría: entre quince y diecisiete años. Hay un montón de gente aquí. La cocina es enorme, el comedor todavía más, con tres mesas gigantes que parecen sacadas de un comedor medieval.
Después del recorrido, nos lleva a un cuartito donde dejaremos nuestras cosas.
—Bien, ya conocen el lugar —dice Martha una vez terminamos de acomodar todo.
—Sí —respondo, con un poco de ánimo.
—Sí —dice Zack, con el entusiasmo de un gato mojado.
—Comenzarán ayudando con los bebés.
Asentimos… más o menos.
—Pero hay un problema —digo levantando la mano—. Yo no sé nada de bebés. No quiero hacerles daño. O sea, sé cargarlos y darles comida, pero… no quiero hacer nada más.
—Descuida, les vamos a enseñar —responde Martha con paciencia infinita.
Nos guía hacia el área de bebés. Miro de reojo a Zack y tiene una cara de asco que me dan ganas de pegarle un pellizco.
—Quita esa cara —le susurro—. La señora Martha no merece tu bipolaridad ni tu actitud de imbécil.
—Este lugar es un asco —dice él, sin ningún filtro.
—No es el palacio al que estás acostumbrado —respondo igual de borde.
—Y nunca lo estará —dice antes de adelantar el paso y dejarme hablando sola.
Por primera vez decido contenerme. Sé perfectamente que si el director Hitler se entera de alguna discusión, es capaz de extendernos el castigo tres meses más… y eso sí que no lo voy a permitir.
Zack
Este lugar es un asco total. Seguro tiene virus hasta en las paredes. Hay mocosos babeando por todas partes, ropa vieja colgada como si fuera decoración, y un olor extraño que no logro identificar. Definitivamente, esto es lo peor. Humillante. Yo no pertenezco a este tipo de sitios. Si estoy aquí es solo por culpa del inútil del director, que últimamente se ha vuelto una espina constante en mi vida.
Lo único que me alegró el día fue ver cómo la tonta de Esmeralda se quedó con la palabra en la boca. Fue… satisfactorio. Y eso ya es bastante para un lugar tan miserable como este.
Camino detrás de la señora Martha —la vieja fea, aunque al parecer todos aquí la adoran— y nos ordena lavar las manos. Obedezco, aunque solo porque quiero salir de esto lo antes posible. De pronto aparecen dos mujeres, cada una con un bebé en brazos. Una le entrega uno a Esmeralda, quien lo recibe como si lo hubiera hecho toda su vida, y la otra me pasa el otro.
—Espere, no sé hacer esto —admito, porque prefiero no matar accidentalmente a un bebé.
—Es fácil —me responde la mujer, como si yo fuera idiota.
Me explica los pasos básicos y logro acomodar al pequeño en mis brazos. En cuanto lo hago, el niño empieza a llorar con una fuerza que parece imposible para alguien tan diminuto.
—¿Por qué llora? —pregunto, totalmente incómodo.