Rompiendo las reglas de Black

Capítulo 11

—Esperanza, ¿qué pasa? —digo en cuanto llego a su lado. Me arrodillo y la abrazo, esperando que hable.

—Es Tomás… tuvo un accidente —su voz se quiebra, casi no puede respirar entre palabras—. Está así por mi culpa.

—No es tu culpa, fue un accidente —intento calmarla, pero mis palabras rebotan en su desesperación—. ¿Qué fue lo que sucedió?

—No tengo tiempo de contarte ahora —se limpia las lágrimas con brusquedad y se levanta del suelo—. Necesito llegar al hospital.

—Vamos entonces —respondo, poniéndome en pie también.

Pero ella se queda quieta, hecha un manojo de frustración.

—Es que… no tengo cómo llegar. Mamá y papá no están, llamé un taxi pero hubo problemas, y el último bus hacia esa parada salió hace horas. El mundo está en mi contra —suspira agotada; nuevas lágrimas le llenan los ojos, como si el destino se burlara de ella.

No lo pienso. Salgo corriendo hacia afuera. Y como si el universo quisiera darme una bofetada, ahí está Zack, recostado en su auto como si no tuviera nada mejor que hacer. ¿Por qué demonios sigue aquí? Pero el destino quiere verme humillada, eso está claro.

Trago saliva, dejo mi orgullo en el suelo y camino hacia él. Toco la ventanilla.

—Hasta que te arrepentiste y viniste a agradecer —dice con una sonrisa arrogante. Yo solo pido algo: paciencia.

—No, pero necesito un favor —las palabras me saben a veneno; jamás imaginé pedirle un favor a Zack, pero aquí estoy.

Él sale del auto para mirarme mejor.

—¿Qué tipo de favor?

—Necesito que me lleves al hospital.

Él arquea una ceja, cruzándose de brazos.

—¿Y qué gano yo con eso?

—Ganas hacerme el favor —le respondo, irritada y sin ganas de su actitud.

—Entonces no gano nada. No lo haré —abre la puerta para entrar, pero lo detengo sujetándolo del brazo.

—Hagamos un trato —digo, apretando los dientes. Estoy tragándome mi valioso orgullo, y créanme, sabe horrible.

—¿Qué tipo de trato? —pregunta, claramente interesado; ahora sí tiene toda su atención puesta en mí.

—Me llevas… y yo hago lo que quieras por un día. —Debo amar muchísimo a mi hermana para soltar semejante barbaridad.

—¿Lo que quiera? —pregunta con una sonrisa ladeada.

—Sí. Pero ni sueñes que voy a hacer cosas raras contigo, ni voy a ser tu esclava, ni vas a golpearme —hablo seria, sin rodeos.

—Serías la última persona que quisiera para hacer algo interesante —auch… eso dolió directo a mi orgullo femenino—. Y no le pego a las mujeres.

—Entonces vámonos —digo y entro corriendo a casa—. Esperanza, vamos. Encontré quién nos lleve al hospital.

Ella asiente, desanimada. Debo admitirlo: Tomás es el hombre que mi hermana ama, y él la ama a ella. Verla así me parte el alma.

Salimos, y Zack ya está esperando con el motor encendido. Ayudo a mi hermana a subir en el asiento trasero y yo me siento en el copiloto. Zack, por supuesto, toma el volante.

Nos ponemos en marcha. Nadie habla. Lo único que se escucha son los sollozos de Esperanza. Me siento mal. Muy mal.

Odio ver llorar a las personas que quiero, y más aún a mi hermana. Ella siempre es luz, energía pura, la alegría de cualquier habitación. Verla hecha pedazos… te hace sentir la peor persona del mundo, aunque no sea tu culpa. La quiero como es: sonriente, burlándose de mis inexistentes novios con sus chistes de mal gusto que juro que detesto… pero que ahora extraño.

—¿A qué hospital vamos? —pregunta Zack, sacándome de mis pensamientos.

Le doy la dirección con la voz apagada. El trayecto dura casi una hora y media, y cada minuto pesa más que el anterior.

Apenas bajamos del auto, entramos casi corriendo a recepción.

—Buenas noches —nos recibe una chica joven, bonita, que no tendrá más de diecinueve años.

—Buenas noches. Queremos información de un paciente que ingresó hace poco —hablo yo; sé que mi hermana, en este estado, terminaría gritándole sin intención.

—¿De quién se trata? —pregunta la joven, tecleando algo en su computador.

—Tomás Castro —respondo impaciente. La recepcionista teclea durante unos segundos y luego nos mira.

—¿Son familiares del paciente? —pregunta, aunque sus ojos viajan descaradamente hacia Zack.

—Sí, soy su novia —dice Esperanza, con la voz rota y las lágrimas aún frescas.

—Lo siento, pero solo permitimos el acceso a familiares directos —responde la joven con suavidad.

Miro a mi hermana y sé que eso detonará una explosión, así que la abrazo fuerte, reteniéndola antes de que la pobre muchacha termine pagando por algo que no es su culpa.

—¡Soy su novia! ¡Debe decirme qué le pasa! —grita Esperanza, impotente y desesperada.

—Son las reglas… lo siento —contesta la chica, realmente apenada.

—Yo soy su primo —dice Zack de repente, dejándonos a Esperanza y a mí completamente mudas.

La recepcionista pasa de tensa a sonriente en un segundo.

—Entonces sí puedo darles información —y le guiña un ojo a Zack—. Está en la habitación 206, piso tres.

—Gracias, hermosa —él le devuelve el guiño con otro igual de descarado.

Entramos al ascensor en silencio.

—Gracias por mentir —susurra Esperanza, limpiándose las lágrimas.

—Creo que hoy soy algo así como tu ángel guardián —dice Zack, rebosando arrogancia.

—Ni en tus más apreciados sueños —contesto, sin ganas de seguirle el juego.

Llegamos al tercer piso y casi corremos por el pasillo hasta dar con la habitación 206. Cuando entramos, veo a Tomás recostado, con los ojos cerrados y conectado a varias máquinas que marcan ritmos y números que me erizan la piel.

Un hombre mayor entra en ese momento. El doctor.

—¿Quiénes son ustedes? —pregunta con gesto profesional.

—Somos familiares de Tomás —responde Esperanza con un hilo de voz.

—Bien —dice simplemente, revisando los monitores.

—¿Cómo está él, doctor? —mi mirada está fija en Tomás, pendiente de cada pequeño detalle.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.