—¿Qué acabas de decir? —sentía que el aire abandonaba mis pulmones. Mi mejor amiga… saliendo con el idiota más grande del planeta. No podía permitirlo. Era ella. Y era él. Esa cosa que creo que tal vez es humana; ese imbécil que hace apenas unas horas me pidió que me declarara cuando lo único que siento son unas ganas enormes de matarlo y tirarlo a un río. Pero no lo haré… aunque lo desee con cada fibra de mi ser.
—Lo siento, Esme. Sé muy bien que él no te agrada, pero se portó muy bonito conmigo y bueno… me pidió que salga con él —juega con su cabello; ese gesto que solo hace cuando está realmente nerviosa—. ¿Te vas a quedar mirándome o vas a hablar?
Yo aún estaba shockeada.
—Sabes muy bien que él es un idiota —me dejo caer sobre la cama sin darme cuenta de que estaba de pie.
—Por favor, Esme, él no es lo que parece —hace un puchero infantil—. Es bueno, yo lo sé.
—Si dices eso para que apruebe que salgas con él, estás muy equivocada. Te quiero demasiado como para apoyar que ese gran imbécil te haga daño. ¿No te das cuenta? Jugará contigo y, cuando se canse, serás una más en su larga lista. No lo voy a permitir —trato de calmarme, pero noto cómo la rabia me hace temblar los dedos.
—Él dijo que iba a cambiar, que no te iba a molestar más… por mí —lo dice bajito, con esperanza.
Reí con ganas. Una risa potente, de esas que salen del alma, pero no de la felicidad sino de la ironía más pura. Belinda me mira incrédula.
—¿Qué te causa tanta gracia? —pregunta frunciendo el ceño.
—Ese imbécil no me dejará de molestar —le aclaro cuando consigo calmar la risa—.
—Claro que lo hará, él lo dijo.
—Sí, te lo dijo… pero jamás dijo que lo cumpliría. Él fue quien nos llevó al hospital —digo, y sus ojos se abren como platos. Abre la boca para hablar, pero continúo—: A cambio de que haga lo que él diga por un día.
Termino la frase con un enojo que me quema la lengua. Mañana será un infierno.
—Pero él me dijo…
—Dios, a veces eres más ingenua que yo. Lo primero que me pidió fue que le suba el ego… que me humille.
—No comprendo…
—Quiere que, delante de todos, le declare el amor que NO siento por él. Y lo peor es que tendré que hacerlo porque se lo prometí —me cruzo de brazos, indignada. Ella suelta una carcajada—. ¿De qué te ríes? —pregunto con seriedad.
—Es que… tú… declarando… tu amor —ni siquiera logra terminar. La risa la vence, y lo peor es que me contagia.
—Lo sé, nada que ver conmigo —digo altanera, agitando mi cabello como si fuera una diva.
—Bájate de la nubecita de ego —canturrea, y no puedo evitar reír otra vez.
—Ya, vamos a dormir. Estoy cansada.
Nos acostamos juntas y, después de unos dos o tres minutos, caí en un hermoso sueño.
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Escucho algo sonar. Lo ignoro. Sigue sonando. Lo vuelvo a ignorar. Sigue sonando y ya me está hartando. Abro los ojos poco a poco porque siento los párpados pesados por el sueño tan delicioso que tenía. Cuando por fin consigo ver, reconozco la fuente del maldito ruido: la alarma de mi celular. La apago y miro la hora: 7:50 a.m.
¿Cuánto tiempo estuvo sonando esa estúpida alarma?
Me levanto de un salto y corro al baño. Me ducho en tiempo récord y, al salir, me acuerdo de que Belinda sigue durmiendo. Me acerco a ella para despertarla.
—Belinda… —la muevo, pero solo recibo un quejido de fastidio.
—Linda… —sí, así le digo. Pero tampoco funciona.
Bueno… queda la última opción para levantar a Belinda de la cama.
Me acerco a su oído y murmuro:
—Hay descuento en la tienda de zapatos… y todas se los quieren llevar.
Como por arte de magia, Belinda se levanta de golpe, sale corriendo al baño y yo solo río.
—¿De qué te ríes? ¡Rápido, antes de que no quede nada! —grita mientras sale del baño, ya bañada, lista y con los ojos brillando como si le hubiera anunciado la llegada del mes del Black Friday.
—Solo era mentira —ella me fulminó con la mirada. —Si las miradas mataran… —canturreo mientras me cambio.
Elijo un vestido sencillo, color verde, un poco más arriba de las rodillas, que combina perfecto con mis ojos. Me pongo unas zapatillas blancas bajitas, me recojo el cabello en una coleta alta y aplico un labial rosado pálido. Me veo bien… más que bien, la verdad.
Bajo las escaleras, pero mis padres no están. Qué raro. Al rato baja Belinda, hermosa como siempre, arreglada como si fuera a una pasarela y no al instituto.
—Vámonos —le digo, pero apenas abro la puerta recuerdo la tragedia del siglo: mi madre es quien nos lleva al estúpido instituto.
El autobús ya pasó, y los taxis… no, gracias. Los taxis me dan desconfianza.
Caminamos hasta el instituto, resignadas a perder la primera clase. Llegamos justo para el cambio de materias. Hoy me toca arte. Me gusta… pero no cuando nos ponen a pintar. Soy un asco, un desastre con pincel incluido.
Entro al aula y me siento en mi lugar de siempre: al frente. Los demás van entrando junto con el maestro Kenny.
—Buenos días, chicos y chicas —saluda con su alegría habitual. Él es simpático y carismático, un profesor que realmente disfruta enseñar.
—Buenos días, maestro —respondemos todos al unísono.
—Bien, hoy hablaremos del trabajo para la calificación de este mes —todos asentimos con desgano—. El trabajo será tocar algún instrumento. ¿Preguntas?
Una chica al fondo levanta la mano. Él le hace una seña.
—¿Cualquier instrumento?
Él asiente. Otra chica levanta la mano enseguida.
—¿Y se puede cantar?
Él sonríe con paciencia infinita.
—No he terminado de explicar. Ustedes van a formar grupos de dos. Con los instrumentos deberán crear una sola canción. Y si quieren, pueden cantar.
Ahora un chico levanta la mano.
—¿Y nosotros elegiremos los grupos?