Después de que el descerebrado de Zack se largara, por fin pude reír como es debido. Caminando por el pasillo del instituto, me encuentro con las chicas.
—Esmeralda, fuiste tú, ¿verdad? —pregunta Sharlot apenas quedo frente a ellas.
—No sé de qué hablan, chicas —finjo inocencia, y ellas me devuelven una mirada asesina.
—Vamos —dice Belinda, y me agarra del brazo para arrastrarme literalmente hacia el baño de chicas. Creo que a mis amigas se les está haciendo costumbre eso de arrastrarme por todos lados.
Entramos al baño, cierran la puerta y empiezan a supervisar que no haya nadie. Abren una de las puertas de los cubículos y una chica grita como loca.
—¡¿Por qué diablos abres la puerta de ese modo?! —grita la chica. Es bajita; Belinda le lleva por lo menos cuatro centímetros… o quizás soy yo exagerando. Lleva el pelo lleno de extensiones falsas, ropa de prostituta barata, y un rubio tan exagerado que parece salido de un catálogo de pelucas. Sus ojos grises son bonitos, y la verdad es que ella también lo es, pero se nota que lo sabe. Y tiene un cuerpo lindo, aunque lo presume demasiado.
—Dime tú, ¿¡por qué diablos gritas como una demente!? —revira Belinda.
—Estás loca —asegura la chica, y solo entonces la reconozco: Jazmín, la mejor amiga de Carlota.
—Sí, como digas. Ahora, largo —Belinda camina hasta la puerta, la abre y señala la salida con una ceja alzada.
—¿Quién te crees para echarme de aquí? —mala pregunta, Jazmín.
—Me creo lo que soy, estúpida —Belinda la toma del brazo y la saca de un empujón. Azota la puerta con tanta fuerza que Sharlot y yo damos un brinco del susto.
—Muy bien, ahora sí tenemos privacidad —dice Sharlot, dando palmadas como si estuviera a punto de presentar un show.
—¿Quieres decirnos qué te motivó a hacer esa broma? —me pregunta Belinda, cruzándose de brazos como una mamá regañona.
—Digamos que mi motivo fue… venganza —respondo con voz de niña pequeña a punto de ser castigada.
—Eres una puta genio —dice Sharlot, y todas estallamos en carcajadas.
—Fue una broma bastante vergonzosa —me felicita Belinda, chocando los puños conmigo.
—Recuérdame nunca hacerte enfadar —añade Sharlot mientras se lava las manos.
—Vámonos de aquí, chicas —digo, y camino hacia la salida. Ellas me siguen de cerca… hasta que el director Hitler aparece frente a mí.
—Señorita Hernández, a usted la estaba buscando —dice con su formalidad habitual.
—¿En serio? ¿Qué necesita, señor director? —pregunto con voz angelical. Las chicas ríen detrás de mí, disimulando fatalmente.
—Vamos a mi oficina —ordena, y comienza a caminar. Yo lo sigo.
Al llegar, veo a Sara, quien me hace señas para que me acerque.
—No pierdes el tiempo, Esmeralda —me reprende como una madre, pero apenas aguanta un segundo antes de reírse como loca—. Esa bromita tuya estuvo genial. Choca los cinco.
Choco los cinco con ella, justo cuando el director aparece en la puerta, mirándome con esa mezcla de decepción y resignación que solo los adultos desesperados manejan tan bien.
—Hablamos después con más calma. Adiós… deséame suerte —le digo a Sara antes de caminar hacia la oficina del director.
Entro sin tocar y me siento como si la oficina fuese mía. Cruzo las piernas y coloco mis hermosas piernas sobre el escritorio del director. Con todo lo que ha pasado y las veces que me ha visto, ya estamos en confianza… ¿no?
—Puede hacerme el gran favor de bajar sus piernas de mi escritorio, señorita Hernández —dice él al sentarse frente a mí, con esa mirada intimidante que intenta imponer. Obedezco como buena niña —aunque solo por el momento— y bajo los pies del escritorio.
—¿Por qué estoy aquí? —pregunto directo al grano, aunque sé perfectamente la razón.
—Eso quisiera que me lo diga usted —el director Hitler se mece en su silla de un lado a otro, como si estuviera analizando mi alma.
—Puede ser claro, señor director —me cruzo de piernas y de brazos, recargando la espalda en la silla como si estuviera en mi casa.
—¿Qué tiene que ver usted con la broma hacia el señor Black? —pregunta inclinándose hacia adelante, recargando la cabeza entre sus manos.
—No tengo nada que ver con ese idiota —respondo con total calma.
—Yo sé que fue usted. Los estudiantes lo saben, los maestros también… y usted misma lo sabe.
—Director, una pregunta —adelanto el cuerpo y lo imito: codos sobre la mesa, cabeza entre las manos.
—¿Cuál, señorita Hernández?
—¿Tiene pruebas de lo que dice? Porque, si no tienen pruebas, no pueden culparme —lo digo con una sonrisa que podría considerarse adorable… o diabólica, depende del ángulo.
Él se queda unos segundos en silencio. Sé que no se esperaba que lo acorralara así.
—No, no las tenemos —responde finalmente.
Sonrío como quien gana una partida de ajedrez.
—Mientras no tengan pruebas en mi contra, no me molesten —me levanto con elegancia, camino hacia la puerta y la abro—. Que tenga un buen día, señor director.
Doy un paso, pero su voz me detiene.
—Astuta, señorita Hernández —dice con la mirada fija en mí.
—Es cuestión de jugar con todas las cartas a tu favor, señor director —respondo antes de salir.
Afuera, Sara me espera con los brazos cruzados.
—Sé que fuiste tú, así que ahórrate decirme que no.
—Ya lo sabes. Lo sabe todo el mundo —me siento a su lado.
—Esmeralda, ¿por qué te buscas tantos problemas? —pregunta con una mezcla de cansancio y preocupación.
—No los busco, vienen a mí —suspiro pesadamente—. Bueno, nos vemos otro día —la abrazo y me marcho.
El resto del día transcurre normal… dentro de lo que es normal en mi vida.
¡Por fin terminó el día! Estoy saliendo con las chicas, que me pidieron que las acompañara a comprar unas cosas cuando acabaran las clases. Y aquí estamos: caminando hacia el auto de Sharlot, listas para dirigirnos al centro comercial. Ella se pone sus lentes de sol como si fuera famosa, Belinda revisa su bolso por quinta vez y yo… yo solo agradezco que no tengo al director Hitler ni a Zack debajo de mis pies por unas horas.