Salvaje

6

Una llamada telefónica me despierta en la mañana. Me levanto de un salto del sillón, busco el teléfono móvil en mi bolso.

–¿S-sí? –respondo aceptando la llamada.

–¿Por qué no lees los mensajes? –reconozco la voz chillona de Larisa Petrovna, la secretaria de mi jefe–. ¿Por qué aún no estás en el trabajo?

–Enseguida voy –murmuro automáticamente.

Y luego frunzo el ceño, me froto los ojos y, por si acaso, compruebo en la pantalla del móvil que día es hoy.

–Larisa Petrovna –trago saliva–. Hoy es sábado.

–Sí. ¿Y qué? Tómate la molestia de leer los mensajes que te he enviado y ven urgentemente a la oficina si no quieres perder tu empleo.

Ella cuelga la llamada, y yo me quedo sacudiendo la cabeza, tratando de poner orden en mis pensamientos.

Ayer hubo un atraco. ¿Y hoy la oficina está abierta como si nada hubiera pasado? ¿Acaso es normal trabajar en un día así? Los empleados deberían testificar, los policías deberían hacer su trabajo… ¿O estoy equivocada?

Recuerdo qué los bandidos se han llevado los documentos de la caja fuerte. Supongo que en realidad buscaban dinero. Pusieron todo patas arriba. Aparentemente, al no haber encontrado el dinero que querían, decidieron llevarse al menos algo. De otro modo no entiendo para qué necesitan nuestros documentos.

Desvío mi mirada hacia el reloj. Son las siete de la mañana. Mis padres aún no han regresado de sus respectivos trabajos.

Bueno, es hora de salir. Estoy tratando de arreglarme lo más rápido posible.

He dormido muy mal hoy, y esto se siente.

No podía relajarme sabiendo que Salvaje estaba rondando alrededor de mi edificio. Tenía miedo de acercarme la ventana. Tal vez, en realidad ya se ha ido hace tiempo. No lo sé. No quería arriesgarme solo para verlo con mis propios ojos.

Así que anoche me quedé sentada en el sillón. Apagué la televisión. Y pasé una noche de susto, estremeciéndome al oír cada ruido.

Ni siquiera me di cuenta cuando me quedé dormida.

Supongo que al amanecer.

Leo los mensajes enviados por Larisa Petrovna. La mujer me estaba escribiendo a las seis de la mañana, exigiendo que viniera urgentemente a la oficina para una reunión personal con el jefe.

Y ni una palabra sobre lo que había pasado ayer.

Me visto rápidamente, agarro mi bolso y salgo del apartamento. Bajo por las gradas y me quedo congelada frente a la puerta de entrada.

¿Qué pasa si Salvaje todavía sigue allí, afuera?

No es posible, que tonterías. Él no perdería el tiempo pasando toda la noche bajo mi ventana. Acaba de salir de la cárcel, tiene muchas otras cosas que hacer. Al menos, eso espero.

¿Por qué no miré por la ventana antes de salir?

Oigo que alguien abre la puerta del otro lado, e instintivamente doy un paso hacia atrás. Me estremezco cuando la luz del día me da directamente en la cara. Cierro los ojos.

–Hija, ¿adónde vas tan temprano?

Exhalo y sonrío al reconocer la voz de mi padre. Lo abrazo desesperadamente. Y él también me abraza.

–Hola –saludo–. ¿Cómo te fue en el trabajo?

–Bien –dice mi padre–. ¿Y tú a dónde vas?

–Al tra… –me muerdo la lengua, un segundo más y casi me delato a mí misma–. Ah, voy al centro. Hace un buen tiempo hoy. Quiero dar un paseo por la mañana.

–¿Ah, sí? –me pregunta como si estuviera dudando–. Bueno. Pero vuelve a casa pronto. Dormiré unas cuantas horas, y luego haré una barbacoa. La carne ya debe estar marinada. 

–Está bien, papá.

Me marcho arrimando mi mochila contra el pecho.

Miro a mi alrededor.

No veo a Salvaje por ningún lado. Eso es bueno.

Y luego mis ojos se fijan en un banco que se encuentra al lado de la puerta del edificio, o más bien, en un montón de colillas de cigarrillos esparcidas debajo del banco. Es como si alguien se hubiera fumado un paquete entero.

Tal vez no haya sido él. Trato de convencerme a mí misma de camino a la oficina. Es que me asusta pensar en cómo Salvaje estaba sentado en un banco debajo de mi ventana, fumando y esperando durante varias horas para hacer quién sabe qué.

–Por fin llegas –Larisa Petrovna chasquea la lengua al verme entrar a la oficina–. El jefe te está esperando.

Todos los empleados están recogiendo sus cosas. Unos guardan los papeles en las carpetas, otros vacían los estantes.

–¿Nos vamos a mudar? –pregunto.

–Que el jefe te lo explique –responde Larisa Petrovna, pierde todo interés en mí, y se inclina sobre el cajón de su escritorio ocupándose de sus asuntos.

Nadie parece estar preocupado. Como si no hubiera pasado nada ayer.

Y yo incluso conozco el nombre del atracador.

Me congelo por dentro. De repente me doy cuenta de que mientras no cuento nada a nadie, me convierto en una cómplice. Debería testificar para que se haga justicia...




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