Sólo cuenta hasta cien

Capítulo uno

Noventa y siete
Noventa y ocho
Noventa y nueve

Cuando sufría un ataque de pánico en la escuela Maggie me pedía que contara hasta cien. Era mi mejor amiga. La encontraron muerta en su habitación hace ocho meses y veintidós días. 
Desde ese momento perdí la cuenta de cuántos puños dejé marcados en la pared de mi habitación. Mis nudillos dejaron manchas de sangre y en dos ocasiones terminé en la sala de emergencias con múltiples fracturas. Nada me importaba, ni siquiera las amenazas de mi padre, que insistía en que me internaría en una clínica psiquiátrica. 
—Greta Lorens —la voz del profesor Taylor resonó en mi cabeza como los platillos de una batería. Dejé de garabatear y corrí mi dibujo con rapidez de las páginas del libro que se posaba sobre el pupitre—; ya le he dicho que si la encuentro una vez más utilizando ese entusiasmo dónde no debe, perderá toda chance de aprobar biología en lo que reste de su vida. 
—No volverá a suceder señor Taylor, se lo aseguro —mis compañeros de clase me observaron desafiantes mientras hablaba. Incluso muchos rieron. Sabía que todos ellos esperaban que se me trabara la lengua y dijera algo estúpido.
—Su problema, señorita Lorens —el profesor me dio la espalda y caminó hasta situarse al frente del aula. Las gotas de sudor me empaparon la nuca. No podía soportar tantas miradas acusadoras—... Es que no reconoce que no se puede estar en dos lugares al mismo tiempo. 
—Estoy prestando atención —le aseguré, haciendo caso omiso a los cuchicheos que no cesaban. 
—Ojalá lo demuestre en la próxima evaluación —respondió el hombre tajante y después de pedir silencio reanudó la clase. 
Faltaba media hora para el almuerzo. La frustración mezclada con la vergüenza me provocaba arritmia, pero no dejé que aquello ni los mareos delataran ningún cambio en mi comportamiento. Empecé a contar. Uno, dos, tres. Sarah Johnson me observó con su adorable gesto socarrón desde la fila delantera. Cuatro, cinco, seis. La puerta del salón se abrió y entró la directora, Eleonor Lewis. 
Se me estrujó el corazón y la garganta me quemó como una brasa ardiente. Tragué saliva y sentí la boca pastosa. Esa pesadilla me había perturbado una decena de veces. Soñé tan vividamente con ese momento, cuando la señora Lewis ingresó al salón y me llamó a su despacho. Al llegar allí y ver a mi hermana desarreglada se me cayó el mundo a pedazos. 
— ¿Qué sucede? —recuerdo haber formulado. 
—Es Maggie —me dijo sollozando—. Mamá llamó desde el hospital y me pidió que te lleve a casa. 
—No iré a casa Cress —protesté, aturdida—. Debo ir con Maggie. ¿Qué ha pasado con ella? ¡esponde!
—Espera —Cress me tomó del brazo pero me solté sin esfuerzo—. No pudieron hacer nada. Ella llegó sin signos vitales... Lo siento mucho Sandy, debes acompañarme, iremos a casa. 
Me aparté caminando hacia atrás cuando Cress se me acercó de nuevo, intentando abrazarme. Tropecé con la puerta de vidrio que tenía a mis espaldas y varios cristales me cortaron las piernas. Las gotas rubí dejaron un rastro cuando empecé a correr. Los profesores conversaban intranquilos unos con otros en los pasillos. La noticia no tardó en expandirse por toda la escuela. Y supongo que cuando llegué al hospital todos en el pueblo lo sabían.




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