La luz suave del amanecer se filtraba a través de los pesados cortinajes de la habitación, proyectando sombras ondulantes sobre los muros de piedra. Sybil abrió los ojos lentamente y se levantó del lecho perezosamente, dejando que las sábanas resbalasen hacia el suelo. Su cabello castaño caía en suaves ondas hasta la mitad de su espalda, y sus ojos grises, grandes y expresivos, observaban su entorno con una mezcla de curiosidad y desconcierto. Al ponerse de pie, sus pies descalzos tocaron el suelo de mármol frío. Avanzó hacia el espejo antiguo que ocupaba una esquina de la habitación, observando su reflejo. La joven en el espejo llevaba una camisola blanca sencilla, que contrastaba con el modesto decorado de la habitación.
El rostro que le devolvía la mirada era delicado, con pómulos altos y una boca pequeña que parecía diseñada para sonrisas que apenas asomaban. Pero algo en esos ojos grises, como la niebla sobre un lago al amanecer, sugería una profundidad, una historia que aún no comprendía del todo. Había algo que no encajaba, una sombra del pasado que nublaba su brillo. Sybil apartó la mirada, sacudiéndose la sensación extraña que la asaltaba cada mañana y se vistió con prendas sencillas pero cómodas. Bajó las escaleras con pasos ligeros, olvidándose de la gracia que usaban las señoritas nobles en la corte. La casa de sus padres adoptivos, aunque noble, carecía de la ostentación del resto del palacio imperial. Aquí, la sencillez y la calidez eran evidentes en cada rincón. Las paredes estaban adornadas con tapices modestos, y el mobiliario, aunque de buena calidad, no estaba recargado de adornos dorados ni piedras preciosas.
El comedor era una sala acogedora, con una mesa de madera pulida y sillas de respaldo alto, cubiertas de cojines de un tono verde musgo que armonizaba con el resto de la decoración. El Príncipe Edric la esperaba con una sonrisa afectuosa. Su rostro, marcado por la sabiduría y la bondad, era un bálsamo para la confusión interna de Sybil. A su lado, su esposa la saludó con un gesto dulce, sus ojos reflejando un amor genuino que Sybil apreciaba profundamente.
—Buenos días, hija —dijo Edric, sirviéndole una taza de té caliente—. ¿Dormiste bien?
Sybil tomó asiento, agradecida por el aroma reconfortante del té.
—Sí, padre —respondió, aunque sabía que la verdad era más complicada. Los sueños del pasado habían vuelto a asaltarla, dejándola inquieta.
—Me alegra oír eso —dijo su madre adoptiva, Alina, con una sonrisa mientras cortaba un trozo de pan recién horneado que habían dejado las sirvientas y lo colocaba en un plato frente a Sybil—. Hoy tenemos un día ocupado en la corte. Recuerda mantener la compostura.
Sybil asintió, sabiendo que su madre se refería a las intrigas constantes y la vigilancia incesante de los otros nobles. Aunque se adaptaba rápidamente a las costumbres de la corte, la sensación de estar en blanco, de no pertenecer del todo, nunca la abandonaba. Después del desayuno, Edric se levantó de la mesa, se acercó a Sybil y colocó una mano suave en su hombro.
—Recuerda, no estás sola en esto —dijo con voz firme, pero llena de ternura—. Tu madre y yo siempre estaremos aquí para ti, pase lo que pase.
Ella lo miró, agradecida por el apoyo incondicional de su padre adoptivo. Aunque su mundo estaba lleno de secretos y sombras, el amor de Edric y Alina era una constante en su vida, un ancla en medio del caos. Se permitiría agradecer que no hubiesen tenido descendientes, de lo contrario no la hubiesen recogido hace cinco años. Alina observó a Sybil con una mezcla de orgullo y preocupación. Se acercó a ella y la condujo hacia una pequeña sala adyacente al comedor, donde solía trabajar en sus bordados y vestidos.
—Ven, querida —dijo Alina, señalando una silla junto a una mesa donde descansaba una tela de color azul cielo—. Estuve trabajando en algo para ti.
Sybil se sentó, observando a su madre adoptiva mientras tomaba la tela entre sus manos. Alina era una mujer de apariencia sencilla pero elegante, con una belleza natural que no requería adornos. Sus manos, ágiles y expertas, comenzaron a tomar sus medidas con una cinta, mientras hablaban.
—He notado que los vestidos de la corte no son de tu gusto, tan decorados y rígidos, pero necesarios para mantener la formalidad en eventos oficiales —comentó Alina con una sonrisa mientras tomaba las medidas de los hombros de Sybil—. Pensé que algo más sencillo y cómodo te haría sentir más a gusto.
Sybil sonrió, sintiendo el cariño en cada gesto de su madre. Alina continuó trabajando, ajustando la tela con delicadeza alrededor su cuerpo, sus movimientos precisos y fluidos.
—Me conoces bien, madre —respondió Sybil—. A veces siento que no encajo en esto.
—No es necesario que encajes, hija —replicó Alina suavemente, adivinando sus pensamientos—. Lo importante es que seas tú misma, sin importar lo que piensen los demás.
Sybil se quedó en silencio, dejándose envolver por la calidez de las palabras de Alina. Sabía que su madre tenía razón, pero el peso de los secretos que la rodeaban hacía que ser ella misma fuera una tarea más complicada de lo que parecía.
Alina terminó de tomar las medidas y se retiró un paso para observar a Sybil con detenimiento. La tela azul caía con suavidad sobre su figura esbelta, resaltando la delicadeza de su piel pálida y la profundidad de sus ojos grises. La simplicidad del diseño realzaba su belleza natural, y Sybil se sintió más cómoda en ese vestido sencillo que en cualquier otro que hubiese usado en la corte.
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Editado: 31.08.2024