Capítulo 1
─¡Vuelve!
James se incorporó de golpe y miró a su alrededor. Su respiración agitada y el acelerado latido de su corazón, hicieron que pegara un brinco en cuanto la puerta de su habitación se abrió de golpe y sin esperárselo. Miró en esa dirección y vio a su hermana apoyada en el marco de la puerta con la mano en el pecho.
─James, ¿estás bien? He escuchado tu grito desde mi habitación. ¿Qué ha pasado? ─preguntó al mismo tiempo que se acercaba a él y se sentaba en el borde de la cama. Lidia pasó la mano por su frente y descendió hasta su mejilla, dejando una caricia en ella. James le sujetó la mano y besó su palma.
─No ha pasado nada, cielo, solo ha sido una pesadilla. Tranquila, hermanita, que estoy bien. ─Le guiño un ojo y le sonrió para disimular el malestar que lo recorría por dentro y la instó a que se marchara.
Cuando finalmente su hermana salió, James se tumbó de nuevo en la cama y cerró los ojos. Apoyó su antebrazo sobre ellos, pensó en su sueño y en la mujer que aparecía en él. Una extraña que no conocía de nada y lo más extraño de todo, era que llevaba una ropa de otra época. Solo recordaba un largo vestido de color verde esmeralda, con unas largas mangas que caían de sus muñecas, sus largos cabellos pelirrojos y su mano extendida señalándolo a él. Había un objeto en ella, algo que le mostraba pero que le era imposible distinguir por culpa de la distancia.
Seguidamente, dejaba ese objeto en el suelo, ponía la mano sobre su corazón y le decía dos simples palabras: «Vuelve a mí». Después ella se daba la vuelta, empezaba a caminar, y se evaporaba delante de sus ojos.
Suspiró y empezó a darle vueltas al tema, aunque si tenía que ser sincero consigo mismo, no sabía ni por dónde empezar. ¿Quién era esa mujer? ¿Por qué había soñado con ella sino la había visto nunca? Aunque en el sueño no pudo distinguir sus facciones, por su voz y más aún por la ropa que llevaba, estaba completamente seguro de que no la había visto nunca, por tanto, no entendía de dónde había salido ella, ni porqué había soñado con una desconocida.
Finalmente decidió quitárselo de la cabeza y no hacerle caso. Total, ¿para qué darle vueltas a algo que para él no tenía ni pies ni cabeza? Miró el despertador que había a su derecha y al ver que marcaba las cinco y media de la madrugada, decidió levantarse. Sabía que no volvería a pegar ojo y pensó que era una tontería quedarse en la cama remoloneando.
Salió de su habitación y se dirigió al cuarto de baño a darse una ducha. Una vez dentro, dejó salir un gemido al sentir el agua caliente corriendo por su espalda. Apoyó las manos en la pared de azulejos blancos e intentó relajarse. Sabía que, entre el trabajo que tenía, el cual lo mantenía en un estado de tensión diario, y lo mal que dormía por las noches, ya que su jornada laboral no tenía un horario fijo y podía durar muchas horas, causaba que su día se hiciera interminable. Pero James temía una sola cosa, y era acabar colapsando por culpa del agotamiento que llevaba encima.
Su hermana ya le había echado más de una bronca al ver el estado de agotamiento con el que llegaba a diario. Y tenía razón, vaya si la tenía, pero no dependía de él la decisión de volver a casa, sino de cómo se desarrollaba el día y de la cantidad de trabajo que tuviera. Como inspector de policía del departamento de homicidios de Los Ángeles, no tenía libertad para decidir cuándo finiquitaba para irse a casa. Todo dependía de su superior, de su capitán, y si él decía que tenía que investigar un caso, tenía que hacerlo fuera a la hora que fuera. Si recibía una llamada a las tres de la madrugada y le decían que tenía que personarse en la escena de un crimen, él tenía que levantarse e ir hacia allí. Y la verdad es que empezaba a estar bastante quemado. Lo notaba en el cansancio que llevaba, en la falta de sueño, ya que le costaba la vida misma dormirse y sobre todo, en la falta de concentración.
Más de una vez se había encontrado metido de lleno en un caso y él, estar con la cabeza en las nubes, en vez de concentrado en su trabajo. Y eso, era peligroso, ya que podía pasarle algo malo y no podía permitirse ese despiste bajo ningún concepto.
Tania, su compañera, era una inspectora excepcional. Llevaban cinco años trabajando juntos y la admiraba, porque hacían un equipo increíble. Tenían una compenetración brutal y en la comisaría los consideraban de los mejores. Y para ellos dos el saber que sus compañeros los consideraban buenos en su trabajo, era magnífico, pero también los contras eran abrumadores, ya que, muchas veces, volcaban en ellos dos los casos que estaban sin cerrar o que no habían sido resueltos.
Sin embargo, así como él estaba hecho polvo, su compañera era todo lo contrario. Cada mañana entraba por la puerta de la comisaría con una inmensa sonrisa, fresca como una lechuga y con unos andares directos y dinámicos. Él, por el contrario, iba la mayor parte del día arrastrando los pies porque el agotamiento lo superaba. Tenía que admitir, que no sabía cómo esa mujer podía llevar ese ritmo, y más aún sabiendo que trabajaba las mismas horas que él.
Cerró el agua de la ducha cuando notó que se enfriaba, salió y se ató una toalla alrededor de sus caderas. Se dirigió a su habitación y después de secarse, se puso unos vaqueros negros ceñidos a sus fuertes y musculadas piernas, una camiseta de manga corta del mismo color, la cual se pegó a su fuerte torso, cogió la pistolera, se la colocó alrededor del pecho, introdujo su arma reglamentaria y después de calzarse sus botas, salió por la puerta y se dirigió a la cocina a tomarse un café bien cargado. Lo necesitaba si tenía que empezar un nuevo día. Un día que esperaba fuera mejor que el anterior, ya que, además de agotador, cuando logró tumbarse finalmente en la cama, eran las dos de la madrugada y sabía que tres horas de sueño, que era lo que había podido dormir, no eran nada para todo lo que le esperaba.