El cielo apenas comenzaba a aclararse sobre Bogotá, pero el frío matutino se sentía más denso y pesado que de costumbre. Valeria aguardaba sobre el andén frente a su casa, rodeada por una niebla tan espesa que parecía envolverlo todo con su blanco manto, como si escondiera un secreto en las calles. Miró su reloj: 4:48 a.m. La ruta escolar debía llegar en cualquier momento, pero la calle estaba vacía y solo la acompañaba la luz del poste, que aún permanecía encendida.
Mientras esperaba, el profundo silencio le resultó extraño; a esa hora ya deberían escucharse el ruido de los carros, puertas abriéndose y cerrándose, y personas hablando por teléfono o escuchando música. Sin embargo, Valeria no oía nada más que sus propios pensamientos. De pronto, sintió que algo se movía y alzó la vista, buscando a su alrededor. La lámpara sobre su cabeza comenzó a parpadear con un ritmo que parecía intencionado, haciendo que su sombra se contorsionara en la acera. La sensación de que había algo más junto a ella comenzó a instalarse en su mente, como un murmullo que se colaba poco a poco.
Entonces, escuchó el rechinar de unos dientes. Un chirrido suave, que parecía provenir de la niebla, como si algo sonriera, ansioso y casi al acecho. Valeria miró hacia ambos lados, intentando ver más allá de la neblina, pero solo percibió vagamente las siluetas de los pequeños árboles y postes que se alzaban a lo largo de la calle, desdibujados y extrañamente inertes. Algo en esa quietud la puso aún más nerviosa, sintiendo que no estaba sola y que la observaban desde distintos puntos.
De pronto, notó una presencia al otro lado de la acera. No la veía con claridad, pero la niebla se arremolinaba frente a ella, a escasos metros de distancia, dibujando una silueta un poco más oscura que la misma neblina. La lámpara parpadeó de nuevo y, en su breve resplandor, creyó ver una figura que levantaba las manos. Valeria sintió su respiración entrecortarse y el corazón latirle con más fuerza mientras la garganta se le secaba.
Intentó calmarse inhalando profundamente, pero el frío intenso hizo que tensara su espalda y brazos, como si el mismo ambiente conspirara en su contra. La niebla no se disipaba; al contrario, se volvía cada vez más espesa y opresiva. El viento sopló con fuerza, y el silbido que produjo parecía un murmullo, como si alguien intentara decirle algo que ella aún no lograba entender. Con un escalofrío en la nuca, volvió a mirar su reloj: 4:49. Valeria abrió los ojos con sorpresa; el tiempo no avanzaba, y las luces de la ruta no aparecían por ningún lado.
La figura al otro lado de la calle se volvía más nítida, aunque la neblina seguía tratando de ocultarla. Su silueta parecía agrandarse y oscurecer el entorno. De repente, el brazo de la figura se alargó desde el otro lado hasta casi cubrir la lámpara sobre la cabeza de Valeria, proyectando una sombra inmensa. Con los ojos muy abiertos, ella observó cómo esa mano vaporosa y ennegrecida movía los dedos sobre ella. Quiso gritar, pero algo se lo impedía, como si el sonido se hubiera anudado en su garganta, impidiéndole respirar.
La mano se cerró, apagando la lámpara. El frío se intensificó y la calle quedó en total oscuridad. Lo que antes era un manto blanco se tornó negro de golpe, como si la silueta la hubiera envuelto por completo. Valeria percibió un leve roce en su brazo, una brisa helada que contenía algo más que aire. Tragó saliva con dificultad y, resignada, dio un paso atrás, tanteando la pared detrás de ella, buscando un apoyo.
Entonces oyó el jadeo de una risa ahogada. Valeria volvió la vista al frente, distinguiendo, en la penumbra, dos puntos brillantes, como ojos flotantes que la miraban con una emoción retorcida. La chica se aferró más a la pared mientras el sudor le recorría la frente y la espalda, empapando la camisa de su uniforme. El viento soplaba con más fuerza, con rabia, y el aire frío estremecía su piel. La brisa seca arañaba su garganta, haciéndola carraspear y toser.
Los ojos brillantes se acercaron y, bajo ellos, se extendió una sonrisa afilada como los dientes de una sierra. Valeria intentaba moverse, pero no sabía hacia dónde correr. Tampoco podía apartar la vista de ese rostro perturbador, cuya mueca retorcida se distinguía cada vez más.
La cosa que la acechaba abrió la boca inmensa, como si quisiera devorarla de un solo bocado. Valeria cerró los ojos, resignada a su destino, mientras sentía el calor del fétido aliento de esa presencia. Pero… no ocurrió nada. Su respiración comenzó a calmarse y su corazón recobró un ritmo más lento. Abrió los ojos, esperando ver a la figura frente a ella. La luz regresó de golpe, y el manto blanco de la niebla volvió a estar ahí. Sin embargo, Valeria seguía sintiendo que algo la observaba desde lejos. Miró nuevamente su reloj: apenas había pasado un minuto. Relajó su cuerpo y dejó caer ambas manos a los costados.
«Tal vez todo fue producto de mi imaginación.» Pensó Valeria y bostezó antes de sonreír. «O tan solo un sueño.»
Fue entonces cuando el miedo la invadió de nuevo: una mano helada entrelazó sus dedos con los de ella. Valeria miró lentamente hacia un lado y divisó una cabellera negra que se asomaba. Un cuerpo más pequeño se aferraba a su brazo. La figura irradiaba una inocencia tan inquietante como perturbadora. Su rostro, en lo poco que se veía, era tan angelical como el de una niña pequeña, pero marcado por cicatrices y heridas frescas.
—Solo camina. —Dijo la niña que se aferraba a Valeria, comenzando a halarla hacia la calle—. No mires atrás o te devorará.
Valeria no dijo nada; sus ojos parecían haber perdido el brillo, y comenzó a caminar junto a la niña, como si estuviera sonámbula o poseída. No se resistía; simplemente avanzaba en silencio, sin preguntar.