Camilo se encontraba solo. La oficina parecía aún más vacía a esa hora de la madrugada, cuando Bogotá quedaba bajo una fina capa de neblina tras la llovizna, con los ruidos lejanos de los pocos vehículos que aún transitaban. Las luces frías del techo iluminaban los cubículos desordenados, los papeles que ya no tenía fuerzas para organizar y las pantallas de los computadores apagadas, todas testigos de su soledad.
Se había quedado trabajando hasta tarde, con un motivo que incluso él pensaba que era absurdo. El informe que había prometido entregar estaba casi listo, pero algo dentro de él insistía en que revisara un último detalle, como si cada cifra en la pantalla demandara su atención a pesar de la hora. La fatiga aún no lo vencía, pero sentía el peso en los hombros, aplastándole poco a poco la mente.
El silencio lo envolvía, y se sentía incómodo. Era un silencio denso, como si el aire mismo estuviera a la espera de algo. Los sonidos de las teclas y el arrastre del ratón le parecían un estruendo. Camilo desvió la mirada hacia el teléfono en su escritorio, como si al mirarlo pudiera obligarlo a dar alguna señal de vida.
Un ruido repentino lo sacó de sus pensamientos: un crujido metálico, sutil pero imposible de ignorar. Miró al frente, hacia el pasillo. Una silla se movía lentamente, como si una mano invisible la empujara. Sus ojos se fijaron en ella mientras su cuerpo se tensaba sin razón aparente. La silla continuaba deslizándose por el suelo hasta detenerse contra la pared.
«Tal vez fue el viento», pensó Camilo, cerrando los ojos y respirando profundo.
Sin embargo, allí no soplaba ni la más mínima brisa. Cuando volvió a abrir los ojos, la silla ya no estaba.
—Debe ser el cansancio —murmuró para sí, frotándose los ojos.
Intentó apartar la mirada, pero algo lo mantenía allí, como si una fuerza invisible lo obligara a observar. Casi podía oír el roce de las ruedas sobre el suelo nuevamente, aunque no había nada allí. Su respiración comenzó a volverse más irregular. De repente, el ventilador se encendió con un zumbido bajo, sobresaltándolo. El aire fresco y artificial le golpeó la cara, helándole la piel.
En ese momento, otra silla comenzó a moverse. Esta vez no fue una vibración; las ruedas giraban ruidosamente, como si alguien la hubiera empujado. No había nadie en el pasillo, pero la silla continuaba desplazándose frente a él, como si quisiera ser vista.
Camilo se levantó de su silla y sacudió la cabeza para despejarse. Los músculos de sus piernas estaban tensos y su respiración, más agitada. Miró a su alrededor, con la vista ligeramente difusa, como si el agotamiento estuviera jugando con sus sentidos. Necesitaba despejarse, salir a tomar aire fresco o simplemente irse de allí, pero en el fondo sabía que no lo haría; estaba por terminar el informe.
Caminó hacia la ventana, pensando que la vista nocturna de Bogotá lo ayudarían a calmarse. Se acercó primero al dispensador de agua y se sirvió en un vaso de cartón antes de mirar al exterior. En el reflejo del vidrio, vio su propio rostro, cansado y ojeroso. Pero algo más le llamó la atención: una sombra humana se contorsionaba detrás de él, observándolo fijamente.
Se dio la vuelta de golpe, pero no había nada. Y antes de que pudiera dar el primer paso, el zumbido del ventilador se intensificó, acompañado por una ráfaga de aire helado. La luz parpadeó, haciendo que soltara el vaso de agua, y entonces una figura oscura apareció en el techo, mirándolo mientras giraba lentamente la cabeza.
Camilo se quedó inmóvil, observando cómo la forma se deslizaba, retorciéndose sobre sí misma, con sus extremidades doblándose en ángulos imposibles. La figura se arrastraba por el techo, con movimientos agónicos y torcidos, sus huesos crujientes y su cuerpo arqueándose en siniestras formas.
«No puede ser real», pensó mientras cerraba los ojos con fuerza y los volvía a abrir, esperando que aquella cosa hubiera desaparecido. «Es solo mi mente… estoy cansado… eso debe ser».
Pero la sombra seguía allí, mirándolo fijamente y acercándose lentamente.
El ventilador dejó de funcionar de golpe, y el ambiente se volvió aún más pesado. Camilo tragó saliva con dificultad, pero la sensación en su garganta no desaparecía. Las luces parpadearon una vez más, y en el siguiente destello, la criatura había desaparecido.
—Dios mío… ¿qué era esa… cosa? —se preguntó en voz baja, con un tono quebrado, como si el miedo le hubiese atrapado la garganta.
Antes de que pudiera reaccionar, las luces se apagaron nuevamente, dejándolo solo con la tenue luz que entraba por los ventanales. Comenzó a escuchar ruidos: clics de teclas, movimientos de sillas. Y cuando las luces se encendieron de nuevo, la sombra retorcida estaba justo encima de él, con la cabeza girada hacia abajo, los ojos vacíos reflejando la luz parpadeante, y una siniestra sonrisa dejando escapar gotas de saliva, como si lo estuviera saboreando.
El aire se volvió tan denso que los movimientos de Camilo se hicieron lentos y pesados. Aunque el instinto de escapar se encendía dentro de él, su cuerpo parecía rendido, casi congelado por el miedo, mientras el susurro de la criatura le helaba la piel.
La criatura retorció su cuerpo aún más, manteniendo su mirada fija en Camilo mientras este se alejaba, y una de sus extremidades se alargó en una curva grotesca, como las ramas de un árbol muerto, hasta tomarle la pierna y arrastrarlo devuelta. Camilo no pudo contener el grito que brotó de su garganta, pero el sonido se ahogó en el eco de la oficina vacía.