Por nuestro bien decidí irnos a vivir a la casa que construimos hace algunos años en la isleta. Gissela estaba en sus años mozos, ese cuando las muchachitas se sienten con la juventud cargada para tener un novio. Nunca me gustó el agua y mucho menos viajar en lancha. Mi espeso tenía ese sueño estúpido de vivir en una isla y desde que esta allá ocupado en su otra vida no se acuerda de este lugar. Quizás soy una vieja antipática, pero he sufrido fingiendo amar a una hija que siempre quise abortar. Gissela era guapa como las hermanas de mi marido, blanquita y con hoyuelos en sus mejillas.
Paradas frente al lago pude pronosticar lo aburrida que sería la estadía. Mi relación con mi hija Gissela no fue de las mejores. Ella parecía olvidadada de su realidad, flotando en sus libros e historias. Sus ojos me dijeron que no se encontraba bien sola.
Toco esperar esos meses a que las cosas cambiaran en el país. Tuvimos que huir luego de eso dos meses, corriendo por nuestra vida. La guerra Nacional se cirnio en Nicaragua. Yo tuve la certeza de que esos muchachos harían otro golpe de estado y así lo hicieron.
Me acerque a Gissela y le pregunte algo sin importancia. Ella no me contesto. Vi la lejanía. Aquel horizonte donde las aguas del Cocibolca se unían con el cielo. Cuando estuve sentada en la lancha imagine como hubiese sido el destino sin mi hija. Gissela no tuviera dieciséis años y yo sería una mujer adulta sin hijas a las cuales tener que adivinar lo que ocultan sus silencios.
Pero, una vieja de cincuenta y tantos años ,como yo, no podía buscar opciones. Ni quiera volverse a enamorar. Era verano lo sabía. En esa época me gustó estar aislada sin saber nada de los hombres y sus perversidades. La realidad es que lo masculino me daba asco y al único que podía tolerar era a mi marido.
La casa estaba igual. El diván blanco en la sala. Las ventanas con vista al oeste no tenían puesta las cortinas que les puse la última vez que vine. Alguien nos esperaba.
—¿Cómo está Danelia? Pregunté. A mí me gusta preguntar, si uno no preguntara o hablara sería un torpe.
Estoy consciente que mi hija odia esa parte de mí. Sus silencios me parecen absurdos.
—Me toco venir desde temprano, señora.
Me dijo, Danelia, alegre. Tenía más edad que yo y más espíritu de querer vivir.
—¿Nos puede hacer un café? Seguía haciendo interrogantes frías sin nada de cálido.
Danelia asintió. Su cara se borró entre mis memorias, así como el día en que ya no se hizo cargo de cuidar la isla. Danelia se trababa al hablar. La mayoría de las veces iba a la casa solo a limpiarla y luego se devolvía a un barrio de Granada.
Gissela no lo recordaría. Tenía cuatro meses de nacida cuando vinimos a pasar vacaciones en esa misma casa. Me ponía vestidos bonitos en aquel tiempo y quizás estaba más joven. Apestaba a leche materna y eso lo deteste, aunque hacia un esfuerzo por no darlo a aparentar. El tiempo me gasto con esa brutal mano que tiene para gastar las cosas. Jamás me di cuenta en que momento dejé de amar y me convertí en este ser atribulado carente de amor.
—¿Tenes algún novio o no sé? Recuerdo que una vez le pregunté, casi con vergüenza.
—No.
Me contesto con desgano. Gissela suponía que yo sabía la respuesta. Nunca la dejé salir con ningún muchacho.
—¿Dónde voy a dormir?
Gissela se puso frente a los cuartos y vuelve a ser una chavala con aquel vestido simple y la diadema que llevaba puesta.
—En el del ala derecha, hace menos calor. Hay dos ventanas grandes ahí.
—Aquel lugar me gusta para leer.
Y señaló la plataforma que estaba detrás de la casa. La ventana de mi cuarto daba vista hacia aquel lugar. Lo habían construido para tomar el sol y yo nunca lo use.
Mi hija había perdido el color desde que dejamos la ciudad. Hablaba con monosílabos y a duras penas interactuaba conmigo.