A los tres meses de embarazo conservaba la esperanza de que Gissela se cayera de mi vientre. Le conté mi intención a mi esposo y se puso histérico al enterarse que quería votar al bebé. Pensaba en algún accidente o un aborto natural. No paso y la niña creció y yo me hice más vieja y amargada.
Lo sé, mis palabras son monstruosas. Controlar esa latente necesidad de no parir fue difícil. Quería evitar el nacimiento de ese feto. ¿Cómo pude pedirle a Dios semejante cosa? Si soy sincera no me arrepiento de haber pensado de esa forma. La culpable de mi mal fue mi madre cuando decidió abandonarme.
Mi madre nunca conoció a Gissela. Gissela preguntaba por su abuela y yo le contesté que estaba muerta. No era verdad, había tomado esa determinación de no contarle nada. Suponía que iba a ser vergonzoso decirle que su mamita era una lunática que estaba encerrada en el manicomio de Managua.
—Todavía no la perdonas. Eso es dañino como exponerse a radiación.
Sigo buscando en mis memorias quien fue la persona que me dijo esas palabras. Años más tarde la perdone y le hice una breve visita, aunque sabía que no me iba a escuchar.
Mi odio solo aumento en la transición de mi infancia a la pubertad y de la pubertad a todas la etapas de la vida. La señora me dejó a merced de mis parientes. Una tía que trabajaba en el mercado y un hombre que le ayudaba. Mi tía tenía dos hijos y eran crueles conmigo. Sus hijos me hicieron ver como una desconocida en su casa.
En mi soledad me preguntaba qué significaba el amor. Mi tíos eran indiferentes a mí. A mí no me amaron nunca. Me crie en aquella casa como un ser inexistente para los adultos y la burla y el juguete de la personas de mi edad.
—Salí, muchacha. Divertite como tus primos.
De mi tía nunca me queje y se dirigia hacia mí con cariño fingido y una lastima.
—Usted. Sabe que no me gusta salir a...
No salía por temor a ser burlada y rechazada, entonces me decidia por mi soledad.
Nosotros nos ponemos a favor del amor. Se nos revuelve el estómago y la cabeza nos explota cada vez que alguien dice amarnos. Y esas sensaciones sentí al principio cuando conocí a mi marido, aunque con el tiempo eso se volvió volátil.
Me llevaba a los restaurantes más caros de Granada en ese tiempo. No sé qué le vio a una muchacha de clase media. Él era rico, un hijo de las familias más famosas y ricas del país.
Se la puse difícil, tal vez eso me hizo interesante.
—Le compre un collar.
La voz joven de mi marido me susurra. Me transforme en una criatura necesitada de amor y eso era lo peor que me había pasado. Cuando me case me seguía preguntado ¿Cuál era el auténtico amor? Aquel que le da una madre a una hija.
A mis ochenta años puedo decir que mi profundo interés por amar era otro y jamas lo tuve.
En la tarde del setentaicinco salimos de la isla. Un dos de enero. Gissela se veía más triste y taciturna. Con el pasar del tiempo se me fue de las manos y se volvió una mujer liberal y fría.
—¿No se olvida de nada?
Le pregunte y no hubo contestación. Los problemas políticos no mejoraron y nos fuimos a vivir a otro país de la región de Centroamérica.
Sabía que me hija abandonabam. Aquel ser real o no la había hecho amar por primera vez.