He odiado esperar a las personas, aunque yo sabía que David ya no iba a llegar. Mi madre nos espiaba detrás de las cortinas de la ventana. Los últimos días había pasado de fisgona, lo cual me enfureció. Tuve que escapar de la sombra de Valeria, de su actitud desafiante y su mal genio.
Hoy dieciocho años después, mientras recorro lo que ha quedado de nuestra casa, en la isla me pongo muy triste y quiero lanzarme por la ventana para no tener que soportar tanta soledad.
Recuerdo que mi padre me enviaba cartas y yo las leía como si fueran de algún enamorado. En esos meses recibí dos cartas. Mi padre me daba pormenores de la crisis del país y lo mucho que me quería.
La fecha del setentaicinco quedo clavada en mí. Él no volvió y descubrí la horrible sensación de querer tener a una persona y no poder.
—David...
Pronuncie y me faltaban ganas de subir arriba y olvidarme de todo.
El miedo me invadió cuando supe que probablemente mi mamá me consideraba una loca, viendo semejante escena. No quería pasar el resto de mi existir metida en el manicomio de Managua.
En efecto estaba loca. Puse mis esperanzas en un amor pasajero y ese fue mi más grave error.
Ahora que, es cuatro de enero de 1998, vine aquí a la isleta para revolcarme en las olas de este pasado marchito. Volví a llamarlo, pero ya no tengo dieciséis años. Espere en vano. Estoy segura de que sigue ahí moviendo su cola de pescado y su piel que brilla bajo el agua. Una sirena, una criatura capaz de amar. Fueron tardes que para mí siguen existiendo, pero para él no. O eso pienso.
El día que nos fuimos de la isleta, hacia mucho frío. Llevaba mis maletas, la radio y mi corazón arrugado. No sé despidió y yo hubiese querido acariciarlo por última vez.
Si soy lo bastante sincera nunca volví a ser la misma chavala desde que salí se la isla. David me robo la inocencia de querer profundamente a alguien y no se digno a regresar esa tarde. Comprendí que en esas cosas iba a fracasar, y paso con los otros muchachos.
Los otros eran iguales. Hablaban demasiado para al final solo desnudarme. Repetían los mismos movimientos, la misma cara, la misma rutina y la misma ropa.
Los hombres se veían diferentes cuando empezaban a decir obscenidades.
A mis cuarenta años no puedo evitar contemplar mi vida desperdiciada acostándome con todo mundo para terminar sola. No seré joven nunca, y David jamás me deslumbrara con su cola de pez y su piel tostada.
Lo espero como lo hice aquella tarde. Los grillos me sorprenden aquí sentada y busco en mi bolso un cigarro y me lo fumo. El canto de las isletas me decen que los amores que no se esperan y no suceden duelen todavía más.
FIN