Todos los reyes morirán

CELIA

Es pequeña, a penas del tamaño del gato que la ha acogido entre sus demás crías. Sus ojos negros y brillantes; como un par de pedazos de carbón, comenzarán a volverse diamantes bajo la presión de esta vida.

Burbujas de saliva se forman entre sus labios; tiene hambre y las pulgas no han dado tregua a su piel delicada. Pequeñas ronchas se han esparcido a lo largo de sus piernas y brazos regordetes. Ella no enferma.

Pasan tres días y cuatro noches antes de que la pequeña rompa en llanto debido al hambre, y la primer lluvia torrencial en medio de aquella sequía desate su furia sobre el pequeño pueblo que la ha intentado silenciar.

Ella crece, más rápido cada vez, pero su madre es sagaz y su inteligencia reta a todo aquel que se cruza en su camino, siendo como Celia o como ella; no interesa, Gia lo logra. A veces, gotas de sangre entorpecen la calidez de su hogar, pero la lengua de sus siete hijos es suficiente para aplacar el dolor e ir a por más.

Celia aprende con gran velocidad, sus saltos son gráciles y puntuales, de colmillos afilados y uñas largas, es imparable. Su estómago ya no se sacia con facilidad.

Su madre, una reina en penitencia a la que ya los humanos no rinden tributo, ha comenzado a envejecer y algunos de sus hermanos, raíces de su reino, han perecido bajo las toxinas que emergen de manos hipócritas e insulsas. Su bondad y curiosidad les ha cobrado. Hablan de Celia, de su silueta temible y el silencio en el que ahora ella rige ante su luto.

Con el tiempo, la muerte acecha y devora a aquél pueblo olvidado, oscuro y en descomposición. A Celia la ausencia la embriaga, pero el reflejo en sus ojos de aquél castillo a la lejanía es lo que la mantiene unida a nuestro mundo. La rabia y frialdad en sus ojos la mantiene oculta entre las ramas bañadas en ceniza.

Escucha el crujir de los engranajes, el esfuerzo de sus máquinas, la fortaleza y debilidad en su voz, sus actos descuidados al anochecer y sus ojos desprovistos de astucia. Los caballos, elefantes y asnos vienen y van, notan la presencia de Celia y se mantienen cautos ante ella. «Viva la reina» murmuran. Celia acompaña sus voces impregnadas de lealtad y cansancio.

Ella espera paciente entre los brazos del bosque. Sus frutos y rocío la alimentan y le dan de beber.
Una noche, preparada para su destino, los árboles la toman de las muñecas con dulzura y esperanza y la lanzan en medio de una tormenta. Los relámpagos enmudecen sus lamentos y gritos de sorpresa, mujeres y hombres, todos por el igual. El sonido de pezuñas y cascos se pierde en la lejanía al ser liberados. El bosque les dará asilo a todos aquellos en busca de un futuro en paz.

La pólvora flota entre las paredes de concreto y la sangre se acumula bajo sus pies. Su piel, oscurecida por un cruel sol, ahora es un lienzo salpicado con delirio. El aire caliente en sus pulmones quema su garganta, la urgencia sacude su cuerpo.

No hay tiempo.

Camina a través de los pasillos, sigue la culpa del Rey Sullen. Lo siente de la misma manera en la que lo sintió cuando su madre murió, pero su pena pasada y futura no son suficientes para ella. Ya nada lo es. Sus uñas se mantienen afiladas y sus piernas fuertes, así que corre, sintiendo el tiempo sobre sus talones, el dolor tomando cada fibra en su cuerpo y estrujándolo por piedad, un poco de descanso. Está cerca.

La tormenta la anima mientras se apresura a través de interminables corredores. Un segundo estruendo consume la luz y sacude la tierra en un momento de éxtasis. La oscuridad absoluta la recibe y guía, sin embargo el hedor le súplica vaya lejos. Energía vuelve a recorrer todo el castillo, trayendo consigo nitidez y confusión, seguido de rabia y desasosiego al ver al Rey Sullen.

​​​​Ella detiene su mano en movimiento con agilidad. Es joven, como su madre, pero no hay inteligencia y bondad, sólo ansia de justicia sobre frialdad. —No —. La calma dicta en su rostro.

El Rey Sullen, con ojos impacientes y temerosos yace de pie frente a ella, sostenido por dos adultos jóvenes repletos de cicatrices bajo sus ropas pesadas. Rastros de una vida ejercida en una guerra constante e invisible ante ojos indiferentes. Fuertes, leales y heridos. Eso son.

La mujer le tiende el poder una ejecución limpia. Ha olido sus entrañas tantas veces, la pólvora, que su imagen le causa repulsión. La mira de vuelta y niega con la cabeza, alejando cualquier destino fácil en espera. Decepcionada, la tormenta se retira.

El Rey Sullen es liberado y sometido con la fuerza de un movimiento bien implementado por la mujer. Cae al suelo. La fragilidad se hace presente ante el crujir de sus huesos y sus suplicas. —Hazlo o él lo hará por ti — ella dice y la toma de las muñecas obligándola a mostrar las uñas. Cuchillas metálicas que lanzan destellos ante la luz de luna que se filtra a través de la única ventana en aquella habitación. Despojos de los pueblerinos perfeccionados por su madre.

—Por la Reina Gia y sus príncipes —articula la mujer con gran devoción. Ellos le dan la espalda mientras la rabia emerge de sus poros y la cordura se evapora. El hueco en su cadera a dejado de supurar; la tela roja ha comenzado a tejer sobre su piel, a bordar sobre ella racimos de aconito. La naturaleza siempre reclama lo propio.

Sus suplicas no son más que susurros, sus manos a penas jóvenes ramas, y Celia yace bañándose con la sangre de su padre y toda la destrucción corrosiva de sus seguidores, infección sin cura que se detiene sólo al ser aniquilada.

Toda emoción la abandona, y por un momento está de vuelta al inicio. Puede oler la humedad de las sábanas y sentir las picaduras sobre su piel. Los ojos amarillos de su madre están observándola, puede sentir el amor a través de la leche dulce en sus labios.

Ellos están esperándola entre los escombros de lo que un día fue un castillo.

—No es el único —dice la mujer.

—Lo sé, Atala. Mamá me habló de ellos.



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En el texto hay: aventura, guerrera, relato

Editado: 13.04.2020

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