Trono Imperial

10

Al dejar a Lyanna atrás la mente de Leoric se sumió en recuerdos de aquel fatídico día. Los gritos desgarradores de los niños y mujeres resonaban en su mente.

La imagen de su esposa y su hija, yaciendo sin vida en el suelo, lo atormentaba. Su corazón se encogía al recordar la desesperación en los ojos de Maelis. Desde entonces, las noches se habían vuelto interminables, oscuras y frías.

El único motivo que le mantenía aferrado a la vida era su hija Maelis. Ella era su luz en la oscuridad, la única esperanza que le quedaba. Cada día luchaba por protegerla, por asegurarse de que no sufriera el mismo destino que su madre y hermana. El mundo podía ser un lugar cruel, pero en el pequeño corazón de Maelis había un brillo que iluminaba su camino, recordándole que aún había algo por lo que luchar.

Mientras caminaba, Leoric juró silenciosamente que haría lo que fuera necesario para mantener a salvo a Maelis. Las sombras podían reclamarlo a él, pero nunca a ella. La venganza se convertiría en su aliado, y el dolor, en su espada.

Vió a Vaelan aferrado al ala del grifo. La criatura, imponente y majestuosa, mantenía la cabeza en alto, sus ojos agudos recorriendo el paisaje con una vigilancia casi instintiva. Las plumas de su cuerpo brillaban con la luz tenue del escaso sol del medio día.

Cuando era soldado Leoric escuchó increíble historias de los grifos, eran criaturas leales y letales.

—Quien envió a esos hombres te quiere muerto. Eres un príncipe. El hijo del hombre— Leoric se detuvo, las palabras atrapadas en su garganta. Había dado refugio al hijo del hombre que asesinó a su esposa y a su hija mayor.

—Lo siento. No quería que esto sucediera. He puesto a tu familia en peligro— La voz de Vaelan temblaba, y su garganta se secó al instante. Había sido príncipe toda su vida, pero ahora, por primera vez, se sentía como un niño perdido, incapaz de demostrar su valentía.

—Y no es tu culpa— Leoric respiró hondo, sintiendo la frialdad del aire cortante en sus pulmones— Pero para confiar en ti, tengo que saber por qué estás aquí. ¿Qué buscas?— La duda lo embargaba al ver a Vaelan tan frágil, enfrentándose a los hombres que deseaban llevarlo de regreso a Versallia. El príncipe exiliado no parecía igual a su padre, y eso lo confundía.

Aunque el frío congelaba los dedos de ambos, ninguno de los dos se atrevió a entrar en la cabaña.

—Estoy huyendo. En Versallia, me iban a asesinar si me quedaba allí. No busco hacerle daño a nadie. Lo único que deseo es recuperar el trono que me fue robado— Vaelan miró a Leoric con una sinceridad que lo sorprendió. No era solo un príncipe, era un hombre desesperado por recuperar lo que había perdido.

Leoric sintió una punzada de compasión, pero su desconfianza aún lo mantenía alejado. ¿Podría arriesgarse a ayudar a un príncipe cuya familia había traído tanto dolor a la suya? La decisión lo atormentaba, lo peor vendría cuando Maelis supiera la verdad sobre Vaelan.

—No estaré aquí por más tiempo. Es hora de seguir mi camino. De verdad lamento lo que le sucedió a tu familia—. Las palabras de Vaelan eran sinceras. El príncipe se dio la vuelta para marcharse, bajo la atenta mirada de Leoric.

Leoric sabía que no podía quedarse más tiempo en la cabaña. Esos hombres habían muerto, pero no dudaba que más personas llegarían a su hogar para interrumpir la paz que había construido solo junto a su hija.

Vaelan se quedó junto al grifo y observó cómo Leoric se daba media vuelta y entraba a la cabaña.

Dentro, Maelis tenía listas varias alforjas con provisiones.

—Los forasteros se marchan hoy mismo, y Lyanna también se va—. Pero Leoric lo sabía: ir a Versallia era la peor decisión que Lyanna podría tomar. Allí estaría sola y desamparada, y nadie podría protegerla en ese reino.

Leoric colocó su mano sobre la cabeza de su hija, como si de ese modo pudiera asegurarle que todo saldría bien. Decidió alejarse de Maelis y, con sigilo, se acercó a la castaña.

—Es hora de partir— murmuró tan bajo que Leoric le resultó difícil entender lo que había dicho.

—No tienes que hacerlo, al menos no por ahora. Viste a esos hombres, eran fuertes—. Leoric esperaba que, con sus palabras, Lyanna entendiera que no sobreviviría por mucho tiempo en un reino desconocido.

—Tengo que hacerlo. Mi hermano está ahí, y mi hermana está desaparecida—. Su voz se quebró; se sentía débil, inútil.

—Sola no lograrás nada. Al menos déjame entrenarte por un tiempo.

—¿Cuánto tiempo?— preguntó Lyanna. Tiempo era lo que menos tenía.

—Eso dependerá de qué tan rápido aprendas— respondió Leoric, esperanzado en que Lyanna decidiera quedarse.

—Aceptaré el entrenamiento— dijo Lyanna, mientras terminaba de guardar la poca ropa que Maelis le había entregado.

Leoric se mantuvo tranquilo. Ya era mediodía, y el cielo se había tornado oscuro; el aire pesaba, como si pronto fuera a traer pésimas noticias.

❄️❄️❄️❄️❄️

Ya habían pasado horas desde que Leoric avisó que se moverían de lugar. No había sucedido nada que los retrasara en su nueva travesía.

El fuego provocado por Leoric comenzó a consumir la vieja madera. El color naranja de las llamas se reflejaba en los ojos de Lyanna. La confusión se notaba en su rostro.

—¿Por qué quemar la cabaña? ¿No volverán a vivir aquí? —le preguntó Lyanna a Maelis. No era la primera vez que la pelirroja, junto a su padre, tenía que dejar el pequeño hogar que habían construido.

—Mi padre lo hace para ocultar nuestro rastro.

Lyanna se quedó en silencio y se alejó bajo la atenta mirada de Maelis. En cuestión de minutos, ya no quedaba rastro de la cabaña. Pronto las cenizas quedarían en el olvido, cubiertas por la nieve.

Finnian, Vaelan y Thessalya se mantenían en silencio al lado del grifo.

—Hay cuatro caballos. Voy a ir en el grifo, y Thessalya puede venir conmigo —sugirió Vaelan, observando cómo la criatura movía sus alas, aún sin haber alcanzado el tamaño adecuado para soportar el peso de dos hombres por mucho tiempo.




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