Tú recuerdo en navidad

Tú recuerdo en navidad

Blanca salió del trabajo un poco antes de lo habitual, aunque no era realmente un regalo navideño. La empresa simplemente cerraba temprano ese día, “para que todos compartieran con sus seres queridos”. La frase le pesó en los oídos.

Afuera, la ciudad estaba envuelta en luces cálidas que tintineaban como si el invierno no existiera. La gente caminaba cargada de bolsas, risas, planes, abrazos, cada paso parecía contar una pequeña historia feliz.

Blanca bajó la mirada, ajustando el abrigo alrededor de su cuerpo como si pudiera esconderse dentro de él, la nieve caía despacio, sin prisa, posándose en su cabello y pestañas, a su alrededor todo era celebración… y ella no tenía lugar en ninguna de esas ventanas encendidas.

Los escaparates mostraban árboles repletos de adornos, listones rojizos, coronas de pino que olían a hogar. Blanca, sin embargo, solo veía el reflejo de su propio rostro: cansado, sostenido por una fuerza que nacía del hábito, no de la ilusión.

El frío era una excusa perfecta para no pensar, así que caminó, dejó que sus pasos la guiaran a través de las calles, esquivando las risas, evitando las melodías que salían de las tiendas. No miró los regalos, ni los puestos de chocolate caliente, no miró a las familias que se tomaban fotos frente al enorme árbol central.

Solo avanzó. Pensó, muy bajito, casi sin escucharse:
Si mamá estuviera aquí…

Pero ese pensamiento se rompió antes de completarse, apuró el paso, la noche llegaría pronto, y la casa… también.

Hace dos años, el cáncer le arrebató a su madre, y desde entonces, la Navidad dejó de existir en su hogar. Donde antes había guirnaldas colgando de cada ventana, el aroma a chocolate caliente rondando la cocina y risas que hacían eco por los pasillos, ahora solo quedaba una casa grande, fría y silenciosa, upadre que se encerraba en sí mismo para no quebrarse, un hermano que esquivaba cualquier recuerdo como si nombrar el pasado pudiera destruirlo todo.

Cuando llegó al final de la calle, la nieve había comenzado a caer con más decisión, la reconoció inmediatamente desde lejos: la casa, grande, de dos pisos, ventanas altas y un jardín ahora cubierto de blanco, antes era cálida, viva, llena de colores, hora parecía un monumento al silencio.

Subió los tres escalones del porche, la puerta estaba cerrada, como siempre, sacó las llaves, dudó un segundo, respiró y entró. El aire adentro estaba quieto, demasiado quieto, como si la casa hubiera dejado de respirar hacía dos años.

La casa olía a algo tibio, aunque no precisamente festivo. Blanca caminó hasta la cocina, y allí estaba, como cada año: una nota doblada sobre la mesa.

“Estoy en el estudio, la cena está en el horno, papas y pollo.”

Su padre seguía escribiendo siempre del mismo modo, corto, preciso, como si cualquier palabra de más pudiera hacer que el dolor se desbordara.

Ella apoyó los dedos sobre el papel, sintiendo el desgastado borde de las excusas que ambos fingían creer, no era que él no quisiera estar con ellos, solo que no sabía cómo hacerlo sin ella.

Abrió el horno, el calor la envolvió por un instante, las papas estaban doradas, el pollo también, lo suficientemente preparado para no parecer descuido… pero sin la sazón que antes convertía un plato simple en hogar.

No preguntó por su hermano, no hacía falta, sabía dónde estaba: en su habitación, auriculares puestos, música alta, intentando ahogar cualquier emoción que pudiera sobrevivir al silencio.

Blanca respiró hondo, había sobrevivido una Navidad más, o al menos, eso era lo que se suponía que debía hacer.

Pero ese año, algo en su pecho se sentía distinto, como si el frío no solo viniera del invierno… sino de algo dentro de ella que pedía, silenciosamente, cambiar.

Subió las escaleras hacia su habitación con pasos cansados, conteniendo un suspiro que se quedó atorado en la garganta. Allí, en su refugio, esperaba encontrar al menos la neutralidad del silencio, pero en cuanto abrió la puerta, su estómago se contrajo.

La ventana estaba abierta, el viento helado había entrado sin permiso, y en el suelo, hecha añicos, yacía la esfera de cristal con nieve, aquella que guardaba la imagen de su familia sonriendo bajo un árbol decorado, la última Navidad que habían celebrado todos juntos.

La esfera había caído, la nieve artificial estaba esparcida por la alfombra como un invierno roto.

Blanca cerró la ventana con prisa, casi con rabia, se agachó y empezó a recoger los fragmentos, con cuidado, como si tocara algo vivo. No dijo una palabra, no hacía falta, maldijo por dentro, donde nadie podía escucharla.

Arrojó los pedazos al zafacón junto a su cama, pero antes de soltar la base de la esfera, notó la fotografía que había en el interior. Estaba doblada, rasgada en una esquina y húmeda por el agua, pero seguía allí.

Ella, su hermano, su padre, y su madre, sonriendo como si la vida jamás fuera a acabarse.

Blanca tragó saliva, no podía tirarla, no esa parte. Sostuvo la foto contra su pecho por un momento, antes de decidir, subiría a la azotea, al lugar donde las cosas que dolían demasiado para ver a diario estaban guardadas, pero nunca olvidadas.

El aire en las escaleras era más frío, como si cada peldaño la llevara más lejos del presente y más cerca de un tiempo que ya no existía.

Al llegar arriba, la penumbra de la azotea la recibió con silencio denso. Allí estaban las cajas apiladas: luces, adornos, guirnaldas, cintas… toda la alegría suspendida en pausa desde hacía dos años, polvo, olor a madera, recuerdos.

Se sentó en el suelo, sintiendo el hormigón helado traspasar la tela de su pantalón, buscó una caja con cuidado, abrió la tapa, dentro, estaban las luces que su madre enrollaba con paciencia, como quien guarda un latido para el futuro.

Blanca tomó la foto y la colocó allí, no como quien guarda algo muerto, sino como quien conserva algo que aún duele… porque importó.



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En el texto hay: familia hogar, superación.

Editado: 10.11.2025

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