“Con qué alegría marchan los hombres a la guerra
Con qué entusiasmo limpian y cargan sus fusiles
Con qué fervor cantan sus himnos de combate
Con qué ansiedad toman su puesto en la trinchera
Con qué inquietud oyen el ruido de las bombas
Con qué insistencia silban las balas en el aire
Con qué lentitud corre la sangre por su frente
Con qué estupor miran sus ojos el vacío
Con qué rigidez yacen sus cuerpos en el barro
Con qué premura son arrojados en la fosa
Con qué rapidez son olvidados para siempre” Oscar Hahn
Jade tenía prohibido cruzar el muro.
Era una regla clara por parte de su padre y de todos los ancianos de la manada. No debía ir más allá del muro, más allá donde acaba el bosque blanco de los lobos y empezaba la tierra verde de los hombres.
Estaba prohibido para cualquier lobo, sin importar a qué familia perteneciera. Jade no era una excepción. Pero eso nunca la había detenido las veces anteriores y ciertamente no lo haría aquella noche. Su padre le repetía una y otra vez, que los lobos no son criaturas de soledad y ellos, que llevaban su sangre tampoco lo eran. Moverse en manadas y en grupos era lo más recomendable y aceptado, eras más seguro contra los humanos. Un lobo solo, podía dar la lucha, pero no era una victoria garantizada, pero por alguna razón, Jade prefería estar sola.
“Tienes el alma del lobo solitario” solía decirle su abuela, cuando ella se alejaba del grupo de niños mientras jugaban a cazar peces en los arroyos años atrás.
Como retando a la suerte, se movía con rapidez entre los frondosos arbustos, esquivando ramas, espinas y demás obstáculos. En el cielo se alzaba una hermosa luna nueva. Ella ya estaba en edad suficiente para hace el cambio a voluntad, sin importar la luna en el cielo, pero la Luna nueva le proporcionaba más energía.
Corría siendo una con el viento, llegó al muro en cuestión de minutos. “Muro” era mucho decir, en realidad era un cerco de Krepta, una enredadera espinosa. Cada espina era del tamaño de la garra de un lobo, e igual de filosas. Se dice que los humanos la plantaron para evitar el cruce.
Jade descubrió un espacio por donde podía pasar a saltos, trepando un viejo árbol que había muerto muy cerca de la Krepta. Una vez sus patas, por que en ese momento se movía sobre cuatro patas, tocaban la tierra negra y el pasto verde que crecía del otro lado del muro, su cuerpo de electrizaba. Era una sensación que ella no podía describir, se sentía atraída a esas tierras, como si algo la llamara, gritara su nombre desde aquel bosque verde.
Aún en su piel de lobo, emprendió carrera entre los árboles, muy distintos a los que crecen en su tierra, los conejos eran más fáciles de cazar en aquellos lados. Corrió, sintiéndose feliz, llena, completa, hasta que el dolor se apoderó de ella.
Estaba tan sumida en la dicha que no presintió el peligro, no lo olió, ni lo vio.
Una de sus patas traseras había quedado atrapada en algo, un artefacto que ella nunca antes había visto, intentó zafarse, pero el metal del que estaba hecho quemaba su piel. Se tragó el aullido de dolor en su garganta. Eso solo avisaría a su padre, y en ese momento no quería más ´problemas. Retrocedió dos pasos y la tierra bajo sus pies se desplomó y calló a un pozo. Una trampa, una trampa humana. Ella, una de las mejores cazadoras había caído en una trampa.
El artefacto en su pata, una especie de boca metálica con dientes filosos que se clavaron a su piel, estaba comenzando a arder con violencia. Su pata se sentía como candela, y entonces comprendió que había algo, algún tipo de sustancia en el metal. Su cuerpo se sentía débil, y entonces con horror notó que el cambio se avecinaba y no había nada que pudiera hacer.
Su cuerpo pasó a su forma humana, sus piernas largas, pálidas como la luna sobre ella, su cabello rojo, como una cascada sobre sus hombros, y sobre ella, la capa roja, la única prenda que permanecía durante el cambio. Su visión comenzó a ponerse borrosa, iba a perder el conocimiento, pero antes, logró escuchar pasos y la voz de un hombre.
John Blackwood pertenecía a una de la pocas familias que estaba asentada al norte, muy cerca del muro. Hacía parte de una larga línea de guerreros, creció odiando a los lobos, al igual que su padre. Hacía meses había notado que un lobo cruzaba la barrera, rompiendo el tratado, y él había decidido cazarlo, llevarlo donde su padre para ser ejecutado. Esa acción lo dejaría como un héroe ante su padre.
Lleno de dicha al ver al enorme lobo sobrenatural de pelaje gris caer en su trampa, caminó hacia el pozo que había cavado esa misma mañana decidido a echar un vistazo al enemigo, a la presa que llevaría herida ante la justicia humana.
Con mucho cuidado se detuvo en la boca del pozo y apuntando con el rifle miró hacia abajo. John tuvo que contener el aire ante la sorpresa de lo que veía. Casi siempre había observado a los lobos en su forma de bestia, y ciertamente nunca había visto a una mujer, una loba en su forma humana y aunque le doliera, tenía que admitir que era hermosa.
Su piel blanca contrastaba con el negro de la tierra, y sus cabellos rojos con el verde del pasto. Notó que estaba inconsciente, pero no sería por mucho tiempo. También sabía que el artefacto en su pierna le impediría realizar el cambio, eso lo había garantizado Yakon, el brujo consejero de su padre, quién le había dado aquella trampa y unas esposas del mismo material. No sería fácil cargar con ella todo el camino de vuelta, pero lo haría, llevaría aquella mujer, “No mujer, loba” le corrigió su mente. Llevaría aquella Loba ante su padre.