Un árbol al final

I

Reposaba la tetera sobre la estufa ardiente, como un diminuto aro del infierno azotaba la base del pequeño objeto de metal que, ennegrecido por la reiterada utilidad, chirriaba desgarrando el vapor que emanaba. El mismo que viajaba en forma de burbujas en medio de ligeras ondas expansivas que al reventar en el aire empañaban los cristales de la ventana cercana. La mugre distorsionaba aún más la presencia del ser que corría las pesadas cortinas de la casa de enfrente. Sin embargo, le había visto con claridad, una figura humana se había asomado por el balcón principal y con un ágil ademan se ocultó tras las persianas. Aun así, el contorno de su persona podía observarse incluso a través de la delgada tela que ondeante se transparentaba.

La primera vez que escucho de él le resulto una historia inverosímil, hubiera preferido tomar su maletín lleno de notas e irse a la expedición ártica, donde un acaudalado investigador había hecho un sorprendente descubriendo de una criatura extraña. Era un deber cómodo y práctico. La paz proveniente del viaje, el recibimiento, el desarrollo de entrevistas que a lo largo de los años se repetían una tras otra. Aunque su actitud lógica y de argumento metódico se había propagado en un sin fin de círculos de grandes posturas de ciencia, y encontrándose en la cúspide de su carrera se había dado cuenta de que aún había más de lo que sabía. Y era esta una de esas excepciones particulares que hacían palpitar su corazón con una eufórica curiosidad.

El clima era denso como si una capa condensada de incertidumbre con olor a barro se viera dispersa en el aire cargado de deseos reprimidos. El casero, un anciano de manos delgadas y desarreglados mechones de cabello grisáceos a los lados de su cabeza. Sus lentes de sol, desprovistos del brillo que quizás años atrás había disfrutado la montura desgatada. Torció lo que pareció ser una sonrisa que no llegó a sus ojos. De frente al ventanal miraba la mansión del hombre que había estado buscando.

― ¿Un conocido suyo? preguntó el anciano. ― Sonrió nuevamente revelando una fila de dientes blancos y desproporcionados.

El viajero asintió sin despegar la vista de la casa de enfrente, mientras daba un sorbo al te caliente.

― Solo serán un par de noches ―. respondió.

El anciano le entregó la llave de una habitación en el primer piso, justo al final del pasillo. El viajero subió las escaleras al mismo tiempo que escudriñaba con atención los cuadros en la pared, retratos que habían perdido su integridad a causa de un material oscuro y polvo. Pinturas de marinas; barcos meciéndose sobe la espuma del mar, en apacibles olas del gran azul. El suelo se mantuvo inusualmente firme a pesar de su deteriorada apariencia, no emitió ningún ruido o quejido, nada en aquel lugar lo hacía. Era como si el pueblo entero se hubiera sumido en silencio con su llegada.

La habitación estaba impregnada con un aroma a humedad, si prestaba atención suficiente lograba escuchar el sonido traqueteante de la lluvia en el tejado y como la corriente de agua caía sobre el desagüe flojo de metal a un lado de la habitación. Desplego sus pertenencias sobre una mesa pequeña al lado de la pequeña cama; una libreta de notas, fotografías, un reloj de bolsillo y una carta firmada con: los quiere mama.

La luz de la lámpara ilumino su rostro preocupado. La habitación con su vista hacia la casa de enfrente parecía esperar por él, ¿se habría enterado de su llegada?

Después de interminables semanas de largos paseos por el pueblo, así como ligeros acercamientos desde las esquinas kilométricas que rodeaban la casa en cuestión. Desde la ventana de su habitación y de incontables horas de observación, una noche del último día del mes de noviembre decidió acercarse para encontrar alguna apertura donde pudiera colarse dentro.

Estaba predispuesto encontrarse con la actitud renuente del excéntrico ser que habitaba la casa, aunque le había conocido años atrás sin duda era evidente que el mismo había cambiado. En su juventud el dueño de aquel lugar había sido un joven hábil y obsesionado con la limpieza, cada parte de su traje iba perfectamente alineada y pulcra. Con un aire y rasgos de nobleza opacados solo por su extrovertida humildad al hablar. Sin embargo, hacía meses que no respondía las llamadas, no aceptaba invitaciones, ni recibía a las visitas que poco a poco fueron alejándose de su entrada polvorienta. Su prometida no daba razón de él, tampoco se sabía mucho de ella, no más que había acudido en llamado de su familia para atender deberes de la realeza y que nunca había vuelto a casa.

¿Qué había sucedido con aquel joven?, se preguntaba ante la imagen del hogar del hombre que no conocía y del joven que había dejado de conocer.

Entre sus observaciones noto una figura indescifrable que llevaba una enorme gabardina, le veía deslizarse sobre el césped con un movimiento serpenteante. Si le perdía de vista en tan solo segundos aquella figura se había trasladado nuevamente al interior de la casa. Tomo notas de cierto comportamiento inhabitual del hombre o lo que quedara de él. Y no solo de él, sino también como los mismos habitantes se habían adecuado a la extraña actitud y lo habían trasformado como un simple acto de normalidad entre cordialidad vecinal. Quizás por miedo y un simple acto de deferencia a algo que no podían comprender. Algunos murmuraban sobre cosas extrañas que sucedían en esa casa, sobre rituales y tratos oscuros que tenían lugar bajo una luna amarilla en medio de la noche.

Situación que tomo como rumores de malas bromas, aunque a este comportamiento se sumaban acontecimientos inusuales, así como la aparición de una caja desbordante de duraznos frescos en la entrada de la casa. Que en las próximas horas los transeúntes se detenían devoraban insaciables, levantando la mano con una seña de agradecimiento dirigiéndose a lo alto de la ventana del primer piso y continuaban su camino. Posterior a ello, un auto se detenía, vaciaba la caja en un contenedor y la devolvía a su lugar con la mayor delicadeza posible, agradecía a la figura en la ventana y se apresuraba a pisar el acelerador. Estos eran llevados y exhibidos en el centro de la ciudad sin precio alguno, sobre una mesa de terciopelo con una carta que decía: para Susan. Lo que indicaba que los mismos iban dirigidos a su prometida.




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