Los chicos fueron a dejar todo lo que conformaba su stand. Adela estaba extrañamente feliz, sonriente. Conversaba con las chicas mientras cargaba unas cajas que llevaban al salón, para mantenerlo guardado hasta el día de la exhibición. Juanchi, que también llevaba más cajas junto a otros chicos, planeó acercarse a ella en plan de amigo, invitarla a tomar una gaseosa o un helado y sacarle información al mejor estilo su padre y su tía a Nacho. Así, intentando torpemente ser sutiles.
—Culpo a las novelas del Trece y Telefé —soltó Santi—. Las chicas se ponen pesadas, loco, quién las entiende.
—Callate. Ya no aguanto a mi hermana y sus escenas de celitos con el novio. Podrido me tienen —comentó otro chico.
Juanchi, callado, solo escuchaba a sus compañeros. Por un lado, entendía que fuera el primer novio de su amiga, su primer amor. Claro que, el modo de llevar ese noviazgo, era para cuestionarse. Volvía a insistir que si él tuviera una novia no la ocultaría ni tampoco le gustaría ser ocultado. ¿Entonces por qué aceptar algo así? Ah, por la fantasía de vivir en una telenovela, claro.
Terminaron de guardar las cosas y un ordenanza fue a cerrar el salón con llave. Los chicos se agruparon y quedaron de ir todos al centro de la villa a compartir algo. Adela, otra vez, logró escabullirse y a Juanchi le sorprendía la facilidad con la que huía sin ser vista.
Al día siguiente llegaba una visita importante a la casa de los Martínez: la mamá de Juanchi.
A Agustín no le quedó otra opción que trasladar parte de su ropa y productos de aseo a la habitación de los chicos. Iba a ceder su confortable cama para la madre de su hijo. Si bien ambos llevaban una relación "amor-odio" que aún persistía, Agustín siempre respetó a todas las madres de sus hijos. Sin embargo, con la madre de Juanchi era un ida y vuelta constante desde el primer día que se topó con ella.
Lucero llegó a Villa de Merlo una tarde. Entró a la casa, respirando el aire puro de la zona. Su hijo no se le despegaba desde que había bajado del micro. La mujer se sentó en el sofá con su hijo.
—¿Qué tal el trabajo, Lucero? —preguntó Milena.
—Muy bien, Mile. Este año he tenido mucho, por eso pude tomarme días libres ahora. Estuve todo el año entre congresos de turismo, he participado en varios paneles sobre el Llullaillaco, fui moderadora de varias charlas en el museo... ¡Con decir que quieren que dicte un taller para la universidad el año que viene!
—Mis amigos no me creen que seas una Indiana Jones, mami —comentó Juanchi, todavía abrazado a ella.
La mujer sonrió y le dio un beso amoroso en la frente. Agustín bajaba las escaleras y se encontró la loca que había conocido en una convención de hoteleros del norte hacía quince años atrás.
—Lucero, bienvenida a casa.
—Gracias, Agustín. ¿Cómo está todo por aquí? —preguntó ella, devolviéndole el beso de cortesía.
—Excelente.
—Estoy muy contenta de ver a mi bebé feliz en su nuevo colegio. Para algo había servido tu profesión de abogado exitoso.
Agustín le dedicó una sonrisa falsa al igual que ella.
—Chicos, ¿qué les parece si dejamos que Lucero se instale, se ponga cómoda, y nosotros vamos preparando el fuego? —sugirió Nacho.
—Sí, sí. Vamos a preparar el fuego del asado.
Juanchi se apresuró a acompañar a su madre hasta la habitación, hablando sin parar, mientras la ayudaba a cargar el equipaje. Ambos pasaron los momentos libres, juntos, hablando, poniéndose al día.
La planilla del año lectivo fue cerrada y Juanchi acabó con muy buenas notas. Lucero lo felicitó y también le dio algo de crédito a Agustín, aunque lo seguía culpando de que el joven quinceañero hubiera repetido séptimo año.
—Encima que cumple años en una fecha difícil y le sumamos el año que perdió, ni siquiera quiero decir la edad en que va a terminar el colegio —comentaba Lucero.
—No te preocupes, mami —dijo Juanchi mientras terminaba de ponerse el uniforme para ir a la feria de fin de año—. Al año voy a entrar al polimodal. Las notas se "resetean". Si me pongo las pilas desde el año que viene, cuando llegue a tercero, voy a estar en la bandera.
La mujer no paraba de darle ánimos, estrujándole los cachetes, diciendo que si él había salido inteligente, carismático, hermoso y aguerrido era sin dudas por ella.
Agustín chistó, sarcástico, como única reacción a "los palos" que Lucero le tiraba en cuanto tenía oportunidad.
En el colegio se vivía la feria de fin de año. Todos los cursos tenían distintos tipos de stands. Había mucha concurrencia de gente, entre familiares, amigos y algunos turistas curiosos puesto que todo se realizaba en el patio del Papa y, de allí, la entrada era libre para el que quisiera acercarse.
En el stand del área de Lengua, que trataba sobre leyendas de la Argentina, estaba en una mesita la "Umita" dentro de una improvisada jaula hecha con cajones de madera que consiguieron en una verdulería. En un panel fueron pegadas las fotos donde se lo veía a Juanchi armando la broma en la cabaña y después un batallón de imágenes de los chicos del otro curso corriendo como si el diablo los estuviera persiguiendo, además de la información sobre la leyenda.
Lucero estaba orgullosa de su hijo y lo comentaba con los profesores.
—Así que usted es arquéologa... —interrumpió el profesor Arizmendi, tratando de comprender lo que la señora contaba.
—Así es, profe. Me recibí en la universidad de Catamarca poquito después del nacimiento de mi Juan Cruz. Empecé a trabajar en mi comunidad y, en medio de un congreso, se me presentó la oportunidad de ir a Salta. Vivimos cinco años juntos con mi hijo hasta que llegué a un acuerdo con su padre para que viniera una temporada para acá.
—Ah. Entonces usted se quedó en Salta.
—Así es, ahí vivo con mi esposo y mi hijastro. No sabe lo agradecida que estoy con su colegio y el ambiente. Veo a mi hijo más feliz y animado, además de que sacó muy buenas notas debido a la motivación que tuvo para ponerse las pilas y estudiar.
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Editado: 07.07.2024