Un secretario muy especial.

Capitulo 44:

Capítulo 44

Alejandro no sabe qué decir ni qué pensar frente a la confesión de Helena. No puede creer que ella lo haya olvidado en unos pocos meses, mucho menos cuando la noche anterior se entregó a él con tanta pasión. Ahora sabe que, si se acerca a ella con la intención de hacerle el amor, está seguro de que no podrá resistirse, y no lo dice por egocéntrico, como ella lo acusó, sino porque lo nota en su cuerpo, en sus reacciones. A ella le pasa lo mismo que a él: no puede disimular lo que siente.

—¿Sabes qué, Helena? No te creo nada —añade Alejandro mirándola a los ojos, notando nervios e inseguridad en ellos—. No puedo creer que hayas dejado de amarme en solo unos meses. Si fuera cierto, jamás te habrías entregado a mí como lo hiciste anoche.

—Piensa lo que quieras, Alejandro —responde ella después de unos segundos de vacilación. Sabe que él es muy inteligente y que ella es una tonta que no puede ocultar sus sentimientos. Alejandro siempre ha sabido que ella estaba enamorada de él, pero no piensa admitirlo tan fácilmente.

—Sabes muy bien que, si te toco, ninguno de los dos podrá resistirse a lo que sentimos —exclama, acercándose a ella y acariciando dulcemente las piernas que la camisa no logra cubrir del todo. Helena reacciona a su caricia, pero rápidamente se levanta del suelo y se aleja. Necesita poner distancia entre los dos; de lo contrario, volverá a suceder lo de la noche anterior, y su sentimiento de culpa será aún mayor.

Ella se sienta en un sillón frente al fuego, pero más alejada de Alejandro.

Por largos minutos, el silencio se apodera del pequeño edificio. Ninguno de los dos parece encontrar algo que decir. Ambos están confundidos, luchando contra lo que sienten. Helena no deja de pensar en el daño que le está causando a Esteban, y Alejandro, en cómo ella pudo haber dejado de amarlo en tan poco tiempo.

Media hora después, cansado del silencio y la incomodidad que reina en el ambiente, Alejandro se levanta del suelo y se acerca a Helena. Se sienta a su lado en el enorme sofá negro, aunque mantiene una cierta distancia.

—Helena... lo siento —dice Alejandro, confundiéndola con su actitud. Ella abre los ojos y lo mira detenidamente—. Deja de mirarme así... Estoy intentando pedirte perdón, y tú me miras con esos ojos.

—¿Qué tienen de malo mis ojos?

—Lamentablemente, nada. Son hermosos, al igual que tú... —confiesa, acariciándole el rostro con ternura. Es imposible tenerla tan cerca y no querer tocarla, hacerle el amor, pero debe controlarse—. Helena, lo siento... Sé que te incomoda toda esta situación, pero tranquila. Al parecer, la tormenta ha terminado. Mañana al amanecer saldremos hacia la mansión.

—Está bien —dice ella, aceptando sus disculpas—, pero deja de burlarte de mí. Sé que lo haces a propósito porque soy... vergonzosa, y te burlas de que me pongo nerviosa.

—En el fondo, tienes razón, no puedo negarlo... Es que eres tan tierna —admite con sus sentimientos a flor de piel—. Pero tranquila, no volveré a burlarme de ti, lo prometo —añade con una hermosa sonrisa en los labios que desarma a Helena por completo.

En ese momento, el sonido del estómago de Helena retumba en el silencioso lugar.

—Lo siento, yo... —se excusa.

—Tranquila, ambos tenemos hambre. Lo último que comimos fue el desayuno. Quédate aquí, te deleitaré con mi talento culinario.

—¿Sabes cocinar? —pregunta, sorprendida.

—Por supuesto, Helena. Aprendí para agasajar a la mujer de mi vida.

—¡Alejandro! —lo regaña.

—Lo siento, no puedo evitarlo.

Alejandro se acerca a la cocina, extrae un paquete de spaghetti de la alacena, pone agua a hervir y del refrigerador saca ingredientes para hacer una salsa.

—Espero que te gusten las pastas —exclama mientras comienza a picar cebollas.

—Me encantan, Alejandro. ¿Quieres que te ayude con algo? —pregunta, acercándose al ver cómo las cebollas lo hacen llorar.

—Tranquila, Helena. Yo me encargo de la cena; tú, de lavar la vajilla —dice con una sonrisa y lágrimas en los ojos.

—¿Estás bien? —sabe que son lágrimas de la cebolla, por lo que no puede ocultar su diversión.

—¿Así que te causa gracia, eh? Eres muy mala —dice, haciendo un puchero como si fuera un niño pequeño.

—Lo siento, no pude evitarlo —se burla, repitiendo sus palabras—. Iré a poner la mesa.

—Muy graciosa. En esa alacena están las vajillas —le indica Alejandro.

Diez minutos después, ambos están sentados en la pequeña mesa para dos, disfrutando de una deliciosa cena. Helena no puede creer lo bien que cocina Alejandro; la salsa es exquisita, y la pasta tiene el toque justo.

La cena transcurre con normalidad. Alejandro no ha hecho ningún comentario incómodo; todo lo contrario, se muestra amable y relajado. Luego de comer, se sientan en el sofá con una copa de vino en la mano, hasta que Alejandro hace una pregunta que hace que a Helena casi se le salga el corazón por la boca.

—Helena... ¿qué sabes de Martín? —pregunta. Hace meses que no tiene noticias de él. Intentó escribirle, pero dejó de responder—. Me gustaría volver a verlo.

Helena se atraganta con su propia saliva de la sorpresa, por lo que empieza a toser.

—¿Estás bien? —pregunta Alejandro, preocupado.

—Sí, no te preocupes. Martín... —vacila unos segundos, intentando inventarse una historia convincente—. Él ha vuelto a su pueblo para hacerse cargo del negocio de su familia.

—¿Y volverá? —Alejandro la mira a los ojos, notando los nervios en su voz.

—No lo sé, es que Martín y yo... estamos un poco distanciados —añade Helena, sorprendiendo a Alejandro, quien abre sus ojos, sin poder creerlo.

—Cuéntame, ¿qué sucedió? Ustedes dos tenían una amistad muy sólida. Hasta por un momento pensé que estaba enamorado de ti.

—Con Martín nos conocemos desde que nacimos prácticamente–acota–Jamás podría enamorarse de mí, es como si Tony lo hubiese hecho...

—Y pensar que por un momento me creí que mi hermano y tú estaban enamorados. Ese día sentí que el mundo se me venía abajo —confiesa Alejandro con ternura, haciendo que Helena se derrita por dentro.




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