Un día como cualquier otro en la lejana isla de Wirikuta, un poblado rustico con no mas de 20 o 30 casas hechas de materiales que les ayudaran a refugiarse un poco de la naturaleza; en el que todos sus ciudadanos trabajaban en conjunto para subsistir, apoyando en las reparaciones de las chozas, cuidando y cultivando vegetales para alimentarse, cuidando de los ancianos y enfermos, en fin, en todo lo que se pudiera ayudar. Naolin, Yeratzi y su hermano mayor Edahi, de costumbre al terminar su jornada de apoyo con las labores de todo el poblado, se dirigen al desfiladero a contemplar del atardecer, hablar de sus aburridas y rutinarias vidas, crear historias disparatadas o pequeños relatos (según ellos imaginaros) que los mas ancianos contaban para entretener a los niños de la aldea, o incluso ver si cazaban algún animal para tomar algún bocado extra de alimento. Sentados a la orilla del mismo, con la mirada fija observando al horizonte, se escucha en la lejanía una voz que decía sus nombres; era Yuma, el hijo del líder de la aldea:
- ¿Por qué no me esperaron otra vez? - dijo con voz agitada después de haber llegado trotando hasta con ellos - es la tercera vez en la semana que me hacen lo mismo.
- Lo sentimos Yuma - respondió con voz cálida y un poco burlesca Yeratzi - pero...
- Nos aburrimos de esperarte como siempre - interrumpió Edahi-
- Lo sé chicos, pero ustedes saben como es mi padre - comento Yuma - quiere que registre todo lo que se cosecho en el día, los materiales que recolectamos, y encima de todo quiere que aprenda a como dirigir. Es muy estresante ser su hijo.
- Tranquilízate Yuma - mencionó Naolin con voz despreocupada - lo bueno es que estas aquí con nosotros, y por cierto mientras tu estabas haciendo cosas importantes, nosotros conseguimos un poco de comida para empezar los relatos de hoy. - Dijo mientras sostenía en sus manos una liebre que habían atrapado tiempo antes de que llegara.
Luego de deleitarse con ese pequeño festín y de una larga charla, los cuatro amigos se dirigieron al pueblo por el único sendero que se podía, un camino un tanto accidentado por el terreno rocoso. Al llegar a la aldea se dirigieron a sus respectivas casas. Esa misma noche los ancianos del pueblo se juntaron para conversar sobre las antiguas leyendas que conocían, y una de ellas Quilaztli, la más anciana de todos, conto una leyenda que sus abuelos algún día mencionaron que el nacimiento de la era que hoy reside en Aztlán, después de la creación de la tierra, el hombre, su comida y sus bebidas, los dioses se reunieron en la obscuridad para decidir quién sería el nuevo sol:
La leyenda de la creación contaba Ometecuhtli y Mictlantecuhtli dioses supremos, se dieron cuenta de que los dioses se sentían vacíos y necesitaban compañía. Por ello necesitaban crear la tierra. Existía solo un inmenso mar, donde vivía Tlaltecuhtli, el monstruo de la tierra. Para atraerlo, Ometecuhtli ofreció su pie como carnada y el monstruo salió y se lo comió. Antes de que pudiera sumergirse, los dos dioses lo tomaron y lo estiraron para dar a la tierra su forma. Sus ojos se convirtieron en lagunas, sus lágrimas en ríos, sus orificios en cuevas. Después de ello, los dioses se dieron a la tarea de crear a los primeros hombres, que ya que había un nuevo mundo era necesaria la recreación del hombre para poblar la Tierra. Y dieron como tarea a algunos dioses que buscaran y recuperaran los huesos de los seres de la última era, que estaban esparcidos por todo Aztlán, y que con ellos crearían nuevos seres que la habitarían y servirían como sus súbditos. Tláloc, un ser de ojos grandes, afilados colmillos, de piel brillante y azulada, se dirigió a los bastos océanos que se habían formado en busca de los restos que ahí persistían; al llegar ahí, de un gran salto se sumergió dentro de las aguas tornándolas de azul como su piel y dejando detrás de él una estela brillante amarilla en forma de relámpago; luego de encontrar los restos se los ofreció al Dios Ometecuhtli de los cuáles creo a seres capaces de sobrevivir bajo los océanos. En tanto, Huitzilopochtli, fue en busca de los restos ubicados en las tierras al sur, al llegar ahí cayo de manera enérgica que alzo grandes cúmulos de tierra por todo Aztlán formando inmensas montañas; al encontrar los huesos, al igual que Tláloc, los ofreció a Ometecuhtli que formo seres similares a él. Ehécatl, se dirigió a la tierra oeste de Aztlán en la misma búsqueda que sus similares, al recorrer los terrenos de su brazos emplumados caían delicadas brisas que convertían de verde los sueños y de ellos crecías arbustos de distintos colores y tamaños, al encontrar los retos de lo antiguos seres, bajo a la tierra y al despegar de ella, provocó una fuerte ráfaga que recorrió Aztlán en todas direcciones formando las corrientes de aire, luego ofreció su búsqueda al gran Ometecuhtli formando a seres que pudiesen vivir recorrer los aires al igual que ella. Mientras tanto Tezcatlipoca el último de los cuatro grandes se dirigió a las tierras del norte, un lugar desértico, este dios recorrió valles y mesetas en busca de los restos que le fueron encomendados, en alguna parte de ese terreno árido encontró y al igual que los otros tres dioses los ofreció a Ometecuhtli. Cegado en la irá y la envidia por lo que habían conseguido los otros dioses, Mictlantecuhtli decidió crear en secreto dentro de Tezcatlipoca un lado oscuro al cual le otorgó un grupo de seres que pudieran vivir bajo las tierras norte de Aztlán a las que le brindó poder con el cual pudieran destruir lo que habían hecho los cuatros dioses; fueron sorprendidos y muchas de sus tierras sometidas; hasta que Ometecuhtli uso su poder para encerrar en a este malvado dios en sus tierras y lograr la paz en Aztlán. Pero se dice que durante Ometecuhtli creó 5 reliquias, que esparció por todo el mundo, el cual otorgaría el poder de acabar con la oscuridad si esta nuevamente llegara a someterlo. Y fue así como se formó la vida en Aztlán.