Evidencia documental: Archivo de texto guardado en la computadora portátil de Ezequiel Neón.
Estas son mis últimas palabras. Esto es difícil, morir es difícil. Decido escribir esto, bajo la sombra amenazante de la muerte, porque siempre escribí todo. No tengo idea de lo que tendría que volcar en estas páginas. A pesar de que soy un aficionado a este género, las últimas palabras me resultan extremadamente esquivas. Es posible que tengas expectativas en las últimas palabras de un escritor. Voy a dejar estas hojas como una nueva prueba de que las expectativas son un peso muerto. ¡Como si se necesitaran más pruebas!
Tomé la decisión de huir esta mañana cuando vi las noticias, pero hoy es un día terrible para tomar decisiones. Contraté al asesino más caro del país, pero Mateo Ester y esa policía siguen vivos.
Me resulta imposible dejar de pensar. Por eso demoraba tanto en dormirme, por eso tomaba vino y cuando me despertaba, siempre había una botella vacía sobre la mesa de luz. Y nos mirábamos como si no nos conociéramos y nos veíamos perfectamente nítidos, porque siempre me levantaba cerca del mediodía.
En parte por eso me dejó Elisa, la que fue mi esposa hasta hace un par de días. También me dejó porque hace mucho que no escribo nada y porque la gente ya se olvidó de mí. Y porque casi no me queda plata en ninguna de las dos cuentas. No tengo idea de cómo gasté tanto, no puedo seguir el rastro de mis memorias de derroche y los estados de cuenta se volvieron extensos e incomprensibles. No es que sea pobre, no soy pobre, todavía puedo vivir bien, pero en los últimos años, con el éxito del libro sobre el Caso del Brazo, me acostumbré a un estilo de vida que cada vez es más difícil de sostener.
Esas eran mis principales preocupaciones hasta hace nueve días, hasta que esa policía tocó el timbre de mi casa. Todo eso parece tan lejano: el dinero, el amor, la literatura, el alcoholismo, todo palidece y se vuelve inconsistente frente a la posibilidad de ser asesinado o de terminar preso por homicidio. Todavía no decidí cuál prefiero, aunque siempre pensé que ningún problema es peor que la muerte.
Me aburría mucho porque mi nuevo libro no avanzaba y pasaba encerrado retorciendo mis pensamientos y mis obsesiones y mis fantasías. Horas encerrado en mi casa, en el cuarto que mandé a construir como mi santuario, como mi taller, como mi lugar sagrado de masturbación. Hasta hace unos días por lo menos tenía a Elisa, que me escuchaba y me consolaba y se ponía como una perra en celo cuando estaba borracha.
Esa tarde estaba sólo, pensando que todavía la amaba, si es que el amor significaba algo en esas circunstancias. Si es que el amor significa algo más que tener sexo sin látex a disposición, con solo moverme unos centímetros a lo ancho de mi cama, sin el padecimiento de esforzarme por parecer interesante y sin tener que socializar con idiotas. Socializar está sobrevalorado y normalmente sólo socializo si hay drogas y/o tetas. Mi psicólogo pensaba que ese era uno de mis problemas, pero me cansé de pagarle una fortuna para que me dijera eso y para que me preguntara cosas sobre mi madre, así que dejé de pagarle. Llevo años tratando de no hablar de mi madre, y lo hago gratis.
Me resulta imposible dejar de pensar y esa tarde llevaba tres horas intentándolo. Tres horas mirando la nada, cerrando los ojos, cambiando de música y de lugar y de posición. Tres horas sufriendo la ruleta de mis pensamientos estúpidos, insistentes, patéticos, desganados. Extrañaba a Elisa y a mi madre y a mi antigua capacidad de hilvanar ideas que sirvan para algo. ¡Cómo se le ocurre dejarme a la salida de una obra tan mala! ¡Y esperó a que pagara la entrada y la cena, claro! ¡Muy oportuna! Una cena carísima y una obra sosa como mirar durante horas un pescado flotando muerto.
Mi descenso empezó esa tarde, hace exactamente nueve días. Era martes y había salido a caminar y a comprar Whisky y cigarros para sobrellevar la noche. Cuando volví a mi casa, me estaba esperando esa mujer policía, dijo que se llama Mara Capunta y me mostró su placa. Era joven y tenía el pelo teñido de rojo y los labios pequeños y un poco torcidos. Sus labios quedaban raros en su cara redondeada. Sus modos eran suaves y parecía un poco insegura. Más que un sabueso de homicidios parecía una secretaria, pero venía por un homicidio. Quería hacerme unas preguntas sobre mi hermano y sobre el Caso del Brazo. Me mostré “dispuesto a colaborar en lo que sea necesario”, pero le dije que ya había respondido todo lo que sabía hacía cuatro años.
—Sí, y tu testimonio fue fundamental para encerrar a tu hermano, Salazar Neón —me dijo.
—Es cierto... y fue lo peor y lo más doloroso que tuve que hacer en la vida. Y todavía estoy tratando de superarlo.
Etcétera.
—Lamento tener que hacer esto, pero ha surgido nueva información y encontramos algunas incongruencias, algunas cosas que no entendemos.
Nueva información...
Incongruencias...
Nueva información...
Me pregunté qué podía ser, qué podía haber quedado por el camino, ¿una mancha? ¿una foto? ¿un testimonio?
El torpe gesto en mi cara me delató y la policía tomó nota. En ese momento sí parecía un sabueso… y me estaba saboreando. Estaba fuera de práctica y me acababan de abandonar y sólo quería abrir la caja de cigarros y prenderme uno en el balcón. ¡Maldita secretaria con revólver! No estaba preparado para eso.
—¿Qué encontraron? —le pregunté.
—Eso es confidencial. Pero me gustaría repasar tu versión. Leí tu libro y también leí que tuvo muy buena recepción: setenta mil ejemplares vendidos en cuatro años.
Si, la mayoría el primer año. Hace mucho que otros libros desplazaron al mío de las vidrieras y de las noticias. Alguno de vampiros o de zombis sexies o de caballeros, algún libro de auto ayuda con muchas más páginas que ideas, o una mezcla de todo eso.