Mateo Ester despertó cansado, otra vez. Hacía días que se despertaba cansado y se arrastraba sin energías por su rutina. Tenía sueño y le dolía mucho la espalda. Estaba dando vueltas en la cama desde las siete de la mañana. Se levantó y se preparó un buen desayuno con café, jugo, pan y huevos. Vivía en la casa de su hermana desde que lo habían despedido de su trabajo anterior. Habían pasado seis largos y sofocantes meses. A su alrededor todo era de su hermana: los adornos, la decoración espantosa, los muñecos cabezones y la paloma de piedra que colgaba de la pared. Mateo prácticamente no tenía cosas y sus mudanzas eran cada vez más rápidas. ¿Para qué quería acumular recuerdos si toda su vida había sido más o menos igual?
Cuando terminó de desayunar, armó un cigarro y se dispuso a emprender la caminata hacia el trabajo. Su jefe le dio la lista y el mapa del día. Todas cosas que podía mandarle al celular, pero que seguía decidiendo imprimir. Tenía un bigote frondoso que se movía como una ardilla horrenda sobre su labio inferior. Usaba una camisa blanca a rayas que siempre estaba sudada.
Mateo se subió al auto, colocó el pendrive y condujo hasta la primera casa. Su trabajo consistía en pasar con un altoparlante señalando a los deudores, rondando por su casa y los alrededores. Muchas personas debían cosas muy diversas a instituciones y personas también muy diversas, que contrataban a la empresa para la que Mateo trabajaba y ellos se encargaban de presionarlos y acosarlos.
Generalmente, Mateo se ponía los auriculares para no tener que escuchar la constante reiteración de la acusación con nombres, apellidos y direcciones. Pero tenía que mantener el volumen bajo para permanecer atento, porque demasiadas veces había reacciones más allá de los insultos. Le habían tirado muchas cosas contra los vidrios del auto: yogur, tomate, una piedra, entre otras.
Ese día le tocó escrachar a un hombre que al parecer le había robado un caballo a otro. El mensaje decía: Carlos Esteban Donira Barreto es un criminal. Aprovechándose de la hospitalidad de una familia de bien, le robó su caballo. Se niega a devolverlo. Después nombraba a los integrantes de su familia y detallaba direcciones.
El acusado salió de su casa y se acercó gritando al auto. Mateo tenía la orden expresa de no hablar con los deudores ni con sus familias, pero Carlos Donira se tiró enfrente al auto y Mateo tuvo que frenar y escucharlo.
—Me están arruinando la vida —le dijo —Tienen que dejar de hacer esto.
—Devuelva el caballo y listo.
—¡No tengo ningún caballo, no sé de qué caballo hablan!
Culminada la jornada de nueve horas, estacionó el auto en casa de su jefe y fue caminando a la casa de su hermana. Su hermana se llamaba Gloria, pasaba todo el día encerrada, su meta en la vida era tener hijos con su esposo pero por algún motivo no podían. Los gritos de Gloria se escuchaban desde el pasillo. Su esposo estaba sentado en la cabecera de la mesa, recibiendo con resignación la lluvia de insultos provenientes de la cocina. Mateo entró saludando, nadie le respondió, se metió a su cuarto y trancó la puerta. Se dejó caer en la silla, se desabrochó el cinturón y se dispuso a terminar de ver la película que había empezado el día anterior. Al poco tiempo, los gritos de su hermana se volvieron imposibles de ignorar, incluso con los auriculares puestos.
—¡Hace lo quieras! —gritaba su hermana —¡Yo me busco otro hombre y vos te quedas con esa sucia!
—Dame vino, por favor —dijo la voz apagada de su cuñado— No tanto, no quiero tanto vino, así no, sabes que no quiero tanto vino. ¿Para qué quiero tanto vino? ¿Te vas a tomar el vino que sobre? ¿Cómo lo vamos a meter de vuelta en la botella?
—Yo no te pienso dar el divorcio, vamos a seguir siendo esposos, aunque te acuestes con otra, no te vas a ir, a mi no me vas a dejar tan fácil como a un trapo viejo ¡Vamos a seguir juntos para siempre! ¡El matrimonio es para siempre!
Durante unos minutos, solo se escuchó la televisión y el ruido de ollas y platos manipulados con brusquedad. El llanto de su hermana lloviznaba en el fondo de la casa y revolvía el estómago de Mateo.
—¡No me sirvas torta, no quiero torta! —escuchó decir al hombre.
—¿Para qué cocino? ¿Para qué me pasé toda la tarde cocinando? Me hubieras dicho antes que no querías. Me haces cocinar para nada, te gusta verme todo el tiempo parada sin descansar —su voz y sus pasos se acercaban a la puerta del cuarto. Mateo se subió el pantalón, se acomodó en la silla y movió el mouse tratando de minimizar la ventana.
Su hermana golpeó la puerta varias veces.
—Mateo, ¿quieres torta?
—No, gracias —le respondió.
—¡Otro más! Bueno, yo sí quiero torta, me voy a comer los tres pedazos —y empezó a comer.
—No la comas toda, no hay necesidad, no te comas toda la torta, guarda para mañana —le decía su esposo.
El estridente sonido del timbre sobresaltó a Mateo, le pegó a la pantalla, la computadora era liviana y se tambaleó un poco.
—¿Quien es a esta hora? —gritó su hermana —¿Le pasaste la dirección de nuestra casa a esa mujer? ¡Estás destruyendo tu familia!
—Cállate loca, es la policía —su tono de voz era apenas audible. Mateo dudó haber escuchado la palabra policía.
—¡¿Qué hiciste ahora?! —gritó Gloria.
—Nada.
—Yo tampoco hice nada, así que seguro fuiste vos.
—O tu hermano —respondió su esposo.
—Deja de meterte con mi familia, yo no digo nada de la renga atorranta de tu hermana.
—Por lo menos no vive con nosotros —esto último lo susurró, pero en ese momento Mateo ya tenía la oreja pegada a la puerta.
Volvieron a tocar el timbre. Escuchó la llave girando en la cerradura y la voz de su hermana saludando.
—Buenas noches oficial, ¿en que puedo ayudarla?
—Estoy buscando a Mateo Ester —respondió una amable voz femenina.
No pudo escuchar lo que dijeron a continuación, después escuchó la voz de su cuñado: