Una tumba para un brazo sin cuerpo

Una cabaña en el bosque

El bosque estaba intranquilo y Mara sentía sus estremecimientos mientras se deslizaba entre la niebla que supuraban los poros del suelo. Apenas podía ver pedazos del cielo, desgarrados entre unos árboles tenebrosos y antiguos. Los colores palidecían y las sombras estaban desapareciendo. Habían cruces de madera clavadas en la tierra oscura, salpicada por figuras grises y etéreas. Siluetas difusas usando máscaras de gas negras. Eran los hijos de la bruja.

Mara pasó junto a una niña que gemía bajo la máscara y se detuvo cerca de un hombre que trabajaba en una huerta. Tenía el torso desnudo cubierto de abundante pelo grueso. Al advertir su presencia, levantó la cabeza y se quedó mirándola. Mara lo saludó, pero no recibió respuesta.

—Estoy buscando a la señora Greta Babenco —le dijo.

El hombre permaneció rígido, con los músculos tensos y remarcados. Mara se acercó unos pasos y repitió sus palabras. El desconocido de la máscara de gas levantó el brazo lentamente y señaló con el dedo índice hacia una casa de madera, camuflada entre los árboles.

Mara le agradeció. El hombre enterró la pala en la tierra y no dijo nada. Se escuchaba su respiración metálica, sobre el resoplido del viento y sobre los alaridos espectrales de aquella niña, parada al lado de una cruz torcida.

Mara siguió caminando hasta llegar a la puerta de la casa. Era una puerta de hierro oxidada, pesada y entreabierta. Pidió permiso, la empujó un poco y las bisagras chillaron.

Entre las sombras y el polvo había una mujer sentada, inmóvil como una estatua grotesca. Una mujer mórbida que se desparramaba afuera de la silla y usaba una máscara de gas con capucha de tela marrón, oscura y raída.

—Buenas noches, señora Babenco.

La mujer no respondió. Sus ojos excesivamente abiertos miraban hacia un punto a la derecha de Mara.

—¿Cómo llegaste a mi casa ? —preguntó una voz cavernaria desde el hueco oscuro de una puerta. Mara se sobresaltó y acomodó su cuerpo contra el rincón, para poder abarcar con la mirada a la mujer sentada y a la puerta de esa otra habitación.

—Usted es una mujer famosa. Su colaboración en el Caso del Hombre Lobo fue muy destacada —le dijo y se adentró unos pasos en la casa.

Los medios habían desplegado un seguimiento sistemático y cotidiano de ese caso, centrado en la figura de aquella extravagante vidente. En esa choza de madera no había televisión ni celulares, ni siquiera luz eléctrica. Greta Babenco era una inmigrante de alguno de esos países que fueron parte de la Unión Soviética. Hablaba mal en español y su tono era duro como sus facciones. Era la séptima hija de una extensa familia de mujeres.

—¿Por qué te importa encontrarlo? —preguntó de repente la mórbida mujer de la máscara.

—¿Perdón?

—¿Por qué te importa encontrar al hombre del brazo?

Mara quedó dura contra la silla incómoda. De repente, se dio cuenta que estaba sentada en una rígida silla de madera frente a Greta Babenco. Afuera ya era de noche. Entre el hueco oscuro de la puerta se filtraban unos gemidos viscosos.

—Es importante porque podría estar vivo —respondió Mara.

Mara había agotado todas las posibilidades racionales antes de atravesar el bosque buscando la ayuda de esa bruja. Revisó todas y cada una de las pistas, volvió varias veces sobre sus pasos, entrevistó nuevamente a todos los testigos. Mara explicó a la mujer el motivo de su visita, mientras pensaba que la bruja podría adivinarlo e interrumpirla. Pero no lo hizo, la escuchó hasta el final sin decir nada, con sus manos venosas e hinchadas cruzadas sobre su pecho como si estuviera muerta, con sus pies descalzos y negros apoyados en el piso.

—Traspasar esa línea puede costarte muy caro —dijo Greta Babenco inclinándose un poco hacia adelante y juntando las manos.

—No tengo miedo.

Había seis retratos ovales en la pared: niños y niñas de alrededor de diez años, vestidos como adultos, con caras alargadas y miradas perdidas. Sólo uno miraba hacia el hueco que había dejado la cámara. La miraba de frente y Mara no podía evitar la inquietud de aquellos ojos.

—Veo que no viniste sola... —dijo la bruja y sus ojos miraban hacia la silla donde estaba sentada Alexa —Ella no es lo que piensas...

—No sé de qué habla...

—La entidad que te acompaña es mucho más antigua y oscura de lo que crees.

Alexa esbozó una sonrisa soberbia, sacó su caja de cigarros y se prendió uno mirando hacia el techo.

—Sé perfectamente quién es, nos conocemos desde hace mucho —dijo Mara.

—Se quedará afuera. Esa es mi condición.

Alexa permaneció en silencio, con una columna de humo subiendo desde su boca. Aplastó la colilla del cigarro en la mesa de madera.

Greta Babenco se incorporó lentamente. El cuerpo le pesaba y le dolía. Mara podía ver cómo se movía la grasa bajo su piel estirada. Hizo un gesto para que la siguiera, agarró un farol y prendió la vela con un fósforo. Caminaron hasta una puerta cerrada. La casa angosta y asfixiante parecía derrumbarse sobre ellas.

Alrededor de la puerta había un semicírculo de polvo rojo. La vidente la abrió, al otro lado reinaba una oscuridad impenetrable, que evadía la luz del farol.

—¿Quiere que pruebe con la linterna? —preguntó Mara.

—No. Tenemos que entrar sin luz —dijo la bruja.

—¿Qué hay del otro lado?

—Siempre es diferente.

Mara atravesó el umbral, sintió un frío húmedo que la envolvía, escuchó el golpe de la puerta cerrándose a su espalda y llevó la mano derecha a su pistola.

—¿Qué está…?

Entonces se dio cuenta de que podía ver. Las tinieblas se habían disipado con las fluctuantes luces de una docena de velas negras de llamas largas, esbeltas y perfectas. En el centro había una mesa circular de piedra y sobre ella… ¡un brazo cortado a la altura del codo!

Greta Babenco estaba sentada y le señalaba la otra silla. Estaban en medio de un círculo de luz, una isla de vida gris rodeada por un muro de velas, en medio de la oscuridad más absoluta.




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