Marcelo Alamar movió su cabeza hacia la izquierda tratando de alejarla de la insoportable gota fría que caía constantemente sobre su cabeza. La llama de la vela aromática se sacudió agitando las sombras.
Clarisa se había tomado su cóctel de pastillas y estaba profundamente dormida, él se había asegurado de escuchar su respiración honda y sus primeros ronquidos antes de disponer todo para su baño de espuma.
Esa tarde, ella se había puesto particularmente violenta y Marcelo tuvo que arrancarle a Tiago de entre las manos para evitar que lo ahorcara. Antes de quedarse dormida por el efecto de los ansiolíticos se había arrastrado hasta la puerta de su cuarto y había golpeado la madera con la cabeza, mientras gritaba algo sobre unos guantes negros en la ventana. Marcelo distraía a Tiago con dibujos animados y no le dejaba sacarse los auriculares. Cuando los golpes se detuvieron, salió al pasillo y como pudo arrastró el pesado cuerpo de Clarisa hasta su cuarto, la acostó en la cama y la tapó.
No se levantó en el resto del día. Llamó a Tiago a su lado y se durmió abrazándolo. Mientras le acariciaba la cabeza, Marcelo escuchó que le susurraba:
—Mamá te quiere mucho… no es tu culpa, es culpa de ellos, ellos nos hicieron esto…
Marcelo hundió la cabeza en el agua caliente de la bañera y durante unos segundos se dedicó a escuchar los sonidos distorsionados de la música y de las cañerías. Su cabeza palpitaba y sentía una creciente presión en la base del cráneo. Hacía días que le dolía la cabeza. Dejó caer el cuello hacia adelante para estirar los músculos y le cayó una gota fría en medio de la espalda. La ducha tenía un pequeña pérdida que interrumpía todo el clima de relajación que estaba intentando crear. Buscó una posición en la que pudiera esquivar el martirio de esa gotera, pero no la encontró.
Abandonó la bañera resoplando entre dientes mientras estiraba la mano para alcanzar el toallón. Se apoyó en el borde y sintió la hendidura que Clarisa había dejado en la loza cuando le tiró arriba el armario del baño. En esos días, la ducha no goteaba y Marcelo estaba disfrutando de la bañera, cuando Clarisa entró gritando y empezó a sacudir el mueble hasta empujarlo sobre él. Ese día Marcelo tuvo suerte, la loza de la bañera y la pared detuvieron la caída, pero las puertas se abrieron y varios frascos y peines y un toallón y un secador de pelos cayeron dentro del agua mientras él gritaba en la oscuridad, sin entender nada de lo que estaba pasando.
Marcelo retiró la mano de la hendidura y se paró en la alfombra adherente. Fue entonces cuando le pareció escuchar el sonido de una puerta abriéndose lentamente, seguido de unos pasos amortiguados sobre la alfombra de entrada. Aguzó el oído pero ya no escuchó nada. Apagó la música y permaneció unos segundos prestando atención, escuchó una bocina y unos gritos juveniles que desataron los ladridos de dos perros. Se quedó parado en la alfombra, envolviendo sus escalofríos en la toalla mientras su pelo chorreaba una gotas frías sobre su espalda. Los perros siguieron ladrando con intermitencia.
Marcelo se estaba secando cuando volvió a oír el quejido de una puerta. Estaba seguro de que era la puerta del dormitorio de Clarisa, que hacía un ruido inconfundible al abrirse. Marcelo recordaba haberla dejado entreabierta, nunca la cerraba porque Clarisa no reaccionaba bien a la oscuridad y porque prefería poder escucharla mientras estaba con su hijo.
Se concentró en los sonidos y notó que la respiración profunda de Clarisa había desaparecido, pero se podía escuchar otra respiración que se acercaba hacia el baño, una respiración agitada y densa, como si se filtrara por una tela.
—¿Clarisa? —preguntó, pero no obtuvo respuesta.
Los pasos se volvieron más livianos, alguien se aproximaba casi en puntas de pie.
Marcelo repasó mentalmente los objetos del baño buscando uno para defenderse,la puerta se abrió de golpe, trató de retroceder y sintió una mano fría de textura inhumana que lo empujó hacia atrás, se resbaló y cayó contra el borde de losa, quebrandose la columna en una explosión de dolor que le inmovilizó las piernas y dejó la mitad de su cuerpo colgando dentro de la bañera.
—¡Clarisa por favor! —alcanzó a gritar con la coronilla de la cabeza hundida en el agua.
Su atacante le dio el tiempo suficiente para recordar, no parecía tener prisa. Marcelo no podía moverse, ni siquiera era capaz de levantar la cabeza que colgaba de su cuello flácido, solo su mano derecha reaccionaba a los estímulos de su cerebro. Recordó con nitidez los gritos de Clarisa, la frialdad del lago, los gemidos de Hugo al eyacular.
La persona que lo miraba desde arriba sostenía una cuchilla, pero no sabía qué hacer con ella. Marcelo había empuñado un cuchillo durante casi diez años de trabajo en el matadero y podía reconocer un pulso trémulo e inexperiente. El asesino confirmó su inexperiencia en la primera puñalada, un golpe sucio y torcido que se abrió paso entre la carne y el hueso a unos centímetros del estómago.
A la mano enguantada le costó arrancar la hoja de metal a través de la herida. Levantó la cuchilla agitando la llama de la vela y la dejó caer entre el torbellino de sombras agitadas contra las paredes. La sangre teñía el agua de la bañera y se desbordaba con las sacudidas desesperadas del cuerpo de Marcelo.
Lo apuñaló seis veces y dejó la cuchilla clavada en medio de su pecho. Los brazos de Marcelo colgaban de la bañera, el cadáver resbaló entre el agua roja oscura y su cabeza se contrajo contra su pecho.
Menos de una hora antes del asesinato de Marcelo Alamar, Mara revolvía los pedazos de Hugo Argos cuando recibió la llamada de un número desconocido.
Mateo fumaba nervioso con el cigarro temblando en sus dedos y los labios violáceos por el frío. Mientras la observaba armando el cuerpo con la dedicación impávida de un niño ensamblando un muñeco, recordó la calma gélida con la que disparó y arrastró a ese hombre en el monte, hasta perderse en el tajamar. La recordó hablando sola y haciendo bromas a la noche cerrada por la niebla.