La saga completa de Isla Tormenta (premio Allianz 2024)

Como sonríen las tortugas (2 parte)

Durante horas el tigre caminó sin encontrar una sola gota de agua, y comenzó a alejarse cada vez más de sus zonas conocidas dentro del bosque. Hasta que llegó a un lugar en el que no había estado nunca. Con sorpresa vio lo que en un principio le pareció imposible: el bosque que tanto conocía, de pronto se terminaba. Y más allá, frente a sus ojos, aparecía una superficie sin árboles, ni plantas, lisa, plateada y brillante, muy distinta a todo lo conocido. El tigre había descubierto la playa. Alzó la mirada, y encontró dos lunas, una en lo alto del cielo, la otra, temblorosa, reflejada en el horizonte. Un rugido ensordecedor que provenía de todos lados envolvía el aire y no lo dejaba pensar. Qué animal podía tener aquella voz tan poderosa, el tigre nunca había escuchado algo así. Miró el suelo, pisó con desconfianza aquella superficie plateada y maravillosa, y al dar algunos pasos noto como sus patas se hundían en la arena blanda. Así, envuelto en la adrenalina de lo nuevo, dejó atrás el bosque y su penumbra silenciosa, y comenzó a avanzar por aquel lugar fascinante donde la noche se hacía brillante y plana, y sin final. Al levantar la mirada, encontró que se unían, en lo interminable del horizonte, el cielo y la tierra, en un mismo color azul. Ya había descubierto la playa, el tigre, ahora descubría el mar. Sin embargo, al principio no le gustó ver sus huellas en la arena, dejar semejante rastro lo delataba, pero comprendió que no había otro modo de avanzar. Por otro lado, esas mismas huellas le permitirían rehacer sus pasos y poder regresar al bosque. Entusiasmado, logró olvidarse por un momento de la sed que lo apremiaba, y quiso saber qué era ese lugar sin árboles ni plantas, con ese suelo brillante y movedizo, tan distinto a la tierra firme del bosque. Entonces encontró al dueño de aquel rugido ensordecedor que se propagaba por el aire, una inmensa masa de agua se acercaba a la orilla, arrugándose en pequeñísimas olas, y de pronto retrocedía temeroso del nuevo visitante, para luego avanzar otra vez. Era tan grande el mar, y tan imponente, que el tigre quiso huir, regresar a los senderos conocidos de su bosque, a la seguridad de su roca. Pero sus ojos quedaron encantados con lo que veían, sus orejas se acostumbraban de a poco a aquel rugido, y después de unos segundos, se atrevió a acercarse aún más. El tigre observaba el mar, con el respeto que se le tienen a las cosas peligrosas, cuando algo interrumpió el paisaje: una tortuga apareció por detrás, se arrastraba por la arena, a tan solo unos metros de donde él estaba parado. El tigre sintió las irrefrenables ganas de saltar y ponerle una pata encima, pero no para comerla, una tortuga no iría a servirle de nada, con ese caparazón tan duro igual a la corteza de los árboles, sino para hacerle saber que él seguía siendo el más feroz entre todos los animales. Como el bosque que habitaba, ahora que estaba ahí, aquel lugar también le pertenecía. Qué fácil sería atraparla, pensó el tigre, es como todas las tortugas, lenta y tonta. Entonces el tigre se agazapó y preparó el zarpazo. La tortuga parecía caminar hacia la oscuridad del mar, no le prestaba atención al tigre, avanzaba con dificultad mientras sus patas pesadas se enredaban de a ratos en la arena. Finalmente, la tortuga logró llegar hasta la orilla, el tigre la observaba ahora con cierta admiración, ella esperaba el momento indicado. Cuando una ola cubrió su caparazón, la tortuga desapareció bajo la espuma.




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