DANIEL
En el reflejo, mi cabello se veía... despeinado, sí, tal y como sabía que estaba. Pero parecía pertenecerle a otra persona, no lo sentía como si fuese el mío. Dejé que el agua siguiera cayendo, alcé mi mano y, cuando intenté pasarlo sobre él, se desvaneció. De repente lo había perdido, estaba calvo, y también pálido. Si hubiese tenido algo entre mis dedos, sé que se me habría caído y el ruido me habría hecho gritar.
Pero contuve la respiración, clavé mis ojos en los de mi reflejo y permanecí inmóvil. Mi camiseta había desaparecido, lo que llevaba encima era una bata de hospital. Y entonces percibí ese extraño presentimiento, como una corriente eléctrica, que me recorrió cuando llegué al hospital para ver a mi tía entre la vida y la muerte. También oí el pitido, era agudo y lo conocía a la perfección, nunca anunciaba nada bueno.
Aterrado, sintiendo que mi cuerpo se desvanecía, me giré.
Me vi a mí mismo, las luces me cegaron antes de que pudiera gritar, pero estaba en el lugar de mi tía, estaba muriendo. Todo mi cuerpo estaba herido, la sangre rodeaba mi cuerpo y era mía. Mis brazos, mi pecho... todo estaba desgarrado. Y mis ojos cerrados. Estaba muerto.
—¡Daniel!—gritó alguien en ese instante.
Mis ojos se abrieron de repente, todo mi cuerpo se movió casi con brusquedad y me alejé cuando divisé los ojos abiertos de par en par de Zayn. Estaba agazapado a mi lado, seguíamos dentro de la gran camioneta gris pero ya no estaba tan oscuro, giré un poco mi cabeza y noté que no estábamos rodeados de desconocidos, las puertas estaban abiertas y ellos estaban fuera, no nos observaban. Me volví hacia Zayn, él parecía algo preocupado.
—¿Estás bien?—preguntó.
Asentí, todavía viendo en mi mente la imagen de mi propia muerte.
Sin perder más tiempo me incorporé y no tardé en salir, me tambaleé en cuanto mis pies tocaron el suelo y la luz del sol me incomodó. Zayn me alcanzó y ladeó la cabeza en dirección al grupo, lo seguí en silencio hasta que estuvimos a la par de todos. Entonces observé lo que teníamos en frente: era una gran puerta de metal, quizás de mi altura, y estaba abierta. Era como entrar a una cárcel, la puerta era la entrada y dudaba de la posibilidad de que existiera una salida. Paredes que no tenían color formaban una especie de iglú, parecía vidrio, pero no lo era. Encerraban algo, íbamos a ser nosotros.
Por un momento, evalué la posibilidad de no ingresar. Podía correr, claro está, pero no tenía idea de hasta dónde, o a qué lugar llegaría. Parecía imposible huir, pero no entendía porqué actuábamos de aquella manera tan sumisa, sin siquiera dudar en ingresar a ese... infierno.
Victoria avanzó, no percibí ningún ápice de miedo en su andar. Sus manos no temblaban, empujó sin fuerzas la puerta y no esperó a que alguien la siguiera, entró sin más. El grupo no se movió, yo me atreví a girarme, a observar otra vez la camioneta negra y preguntarme por qué nadie intentaba escapar.
Un hombre, grande y musculoso, estaba apuntándonos con un arma. En cuanto me divisó, la bajó en mí dirección.
—¿Qué esperas?—gruñó.
Noté que alguien tiraba de mí, y dejé que lo hiciera hasta que pasé la gran puerta. Fui el último, esta se cerró a mis espaldas y no tardó en hacer el mismo pitido, agudo y molesto, que había oído en mis sueños. Fueron sólo unos segundos, pero noté que me alcanzó como para recordarlo, como para conseguir que mis manos suden y mi respiración se vuelva lenta, pesada.
Ladeé la cabeza, intenté concentrarme.
«Respira, no dejes que te ahogue».
Bajé la mirada, no pude evitarlo, e intenté tomar aire, respirar. Aguardé, abrí los ojos y entonces me percaté de algo. La ropa que llevaba encima... ya no era la misma. Por supuesto, no era una bata de hospital, pero yo me alteré. Era una camiseta normal, un pantalón hasta las rodillas y no llevaba zapatos. Lo que me resultó curioso fue el hecho de que...
Todo era blanco.
Alcé la mirada, Zayn estaba aún frente a mí recorriendo sólo con la mirada la casa. Llevaba la misma ropa que yo, todos tenían encima lo mismo.
Mi amigo y yo éramos los únicos que seguíamos en la entrada, teníamos atrás la puerta de metal gris, y todos ya habían entrado. La casa era blanca, no había colores y sentí que se me hacía infinito, pero a la vez no podía callar la vocecita que no dejaba de repetir, en mi mente, que estaba encerrado. La casa tenía forma de rectángulo, había una gran puerta de cristal que se deslizaba y estaba abierta. No quise entrar, me limité a acercarme a una silla blanca que encontré y me dejé caer sobre ella. Frente a mí había una gran pileta, no entendí en ese instante por qué estaba allí, pero en cuanto me incliné y divisé el símbolo que había en el fondo supe que había una razón, por más que no pudiera verla o entenderla.
Editado: 07.02.2019