Reconozco esa voz, creo que todavía tengo la posibilidad de evitar abrir todos los noticieros de la mañana con una nueva balacera.
—Sargento Maldonado, ¿es usted? —grito con todas mis fuerzas en dirección a la policía desde mi asiento.
Por unos segundos nada sucede, observo a los federales por el espejo retrovisor apuntándome, mantengo el pie en el acelerador y la mano en la cintura. Si deciden abrir fuego las posibilidades que tengo de salir con vida son muy escasas. Acaricio mi pistola con la yema de los dedos dispuesto a todo.
El sujeto con galones al que creo conocer se aproxima hasta la puerta del copiloto, protegido con chaleco antibalas, casco y toda la indumentaria reglamentaria. Sus ojos vivaces son lo único que queda a la vista tras la mascara del oficial.
—¡Qué carajos hace aquí! —saluda el sargento con la mano sobre su pistola al reconocerme.
Respiro aliviado al comprobar que se trata de uno de los policías que trabajan para el Patrón.
—Continúe su camino—me apremia —esto se va a llenar de puercos.
Asiento con la cabeza sin pronunciar palabra, el poder de la organización y sus múltiples tentáculos en momentos como este son de incuestionable ayuda.
Piso el acelerador sin perder un segundo dejando atrás los vehículos federales, rumbo a la gasolinera más cercana a llenar el depósito de combustible.
Recorro los 550 km que me separan del aeropuerto internacional de Ciudad de México en algo más de 5 horas. Carreteras conocidas, casas de familiares, compañeros y víctimas a lo largo del recorrido, la grandeza y miserias de la tierra que me vio nacer dentro de mi ser. La única manera de ganarme el respeto que he conocido desde que me brinque al barrio. Los malos pasos de los que mi jefito no se sentiría orgulloso si levantara la cabeza.
Suena el celular.
—¿Si?
—Tienes la documentación, el pasaje, un celular limpio y algo de plata en la consigna —informa una voz conocida sin rodeos —a tu llegada a España conecta el celular y aguarda instrucciones.
La llamada finaliza sin ceremonias, la logística del cartel funcionando a pleno rendimiento.
La inmensidad de Ciudad de México es algo a lo que no termino de acostumbrarme. Oculto la nueve milímetros en el sobre fondo de la guantera y dejo el carro en el aparcamiento del aeropuerto.
Me hago con todo el equipamiento en la consigna, la copia de la llave siempre en el llavero, por lo que pudiera pasar. Los controles de seguridad rutinarios, el cansancio lo combato con un café bien cargado. Desayuno unos tamales junto a la puerta de embarque, en los monitores de la terminal las impactantes imágenes de un petrolero en llamas en aguas de Oriente Medio, el noticiero no deja de actualizar lo que parece la noticia estrella del día.
Junto al televisor el monitor con el nombre de mi destino. Escrito en letras negras, Madrid-Barajas.