No se puede tocar fondo en la ruina ni alcanzar el cielo en la gloria. No hay final que no signifique un comienzo, no hay dolor que no signifique un alivio. El fuego no puede curar una quemadura, ni el hielo hacer cicatrizar una herida. Destruimos con la finalidad de volver a construir, seguimos los pasos de un plano mejorado de nuestro propio pasado, cambiamos las bisagras a los párpados de nuestros ojos. No hay decisiones difíciles, solo preguntas complicadas.
Cada día leo esas palabras al despertar. Las anoté en un trozo de hoja cualquiera hace un par de semanas y desde entonces son mi impulso para seguir adelante. Estoy sentado en el escritorio de mi cuarto, intentado redactarlas de nuevo en un papel limpio, pero no consigo hacerlo con una caligrafía que me satisfaga.
Mi propio intento de perfeccionismo me da dolor de cabeza.
Acaba de empezar el verano y el calor comienza a ser asfixiante. En esta ciudad el bochorno es húmedo, de ese tipo que te cuece y te pone de mal humor. Llevo varios años viviendo en Stella y siempre he preferido sus inviernos gélidos. La gente le tiene miedo a la soledad, por eso la mayoría prefieren las estaciones cálidas donde pueden salir más y relacionarse. Yo no tengo ese problema. Me he criado junto a Rea, mi hermana melliza, en una casa donde estábamos bien cuidados pero pasábamos mucho tiempo solos. Mi madre me puso Axel porque estuvo dieciocho horas de parto; mi padre quiso que mi hermana se llamara Rea porque presintió que ella sería la que cuidaría de mí durante mucho tiempo. Desde su punto de vista eran nombres sencillos que no admitían acortamientos.
Ya hace casi dos años que me marché de casa y tengo que admitir que les echo de menos. Con diecinueve años, decidí irme después de una riña familiar en la que yo no estaba dispuesto a ceder y estuve vagando por las calles dos días. No hice maletas, me fui con lo puesto y ochocientos euros en la cartera.
Al cabo de poco tiempo, Rea me obligó a hacer las paces con ellos, pero no estaba dispuesto a volver. Me había ido a vivir con Roy, mi mejor amigo en aquel entonces, y la libertad que había adquirido no era algo a lo que estuviera dispuesto a renunciar. No era un adolescente hostigado por las normas de sus padres –no, ni mucho menos–, pero tengo un serio problema con ese concepto. Supongo que podría definirme a mí mismo como “Axel, el buscador de la libertad”, una idea tan ridícula que me hace reír y en la que sigo creyendo firmemente.
Ahora vivo solo… o casi.
Hace una semana que me he mudado a este piso pequeño que se encuentra cerca del río y mi hermana ha venido a verme casi cada día. Dudo que llegue a los cuarenta y cinco metros cuadrados, pero es más que suficiente para mí solo. Trabajo de camarero en un bar que se encuentra a unas pocas manzanas y al que voy caminando todos los días por no disponer del dinero suficiente para comprarme un coche. Tampoco mantengo ninguna relación sentimental, ni siquiera una simple amistad fuera de mi familia, todo eso también lo he dejado atrás.
Llevo demasiado rato pensando y solo he hecho garabatos en el papel. Me decido a dejar aparcada la tarea e ir a buscar algo frío para beber en la nevera. De tanto darle vueltas a la cabeza me he quedado seco.
No importa lo que pase a partir de ahora, no importa cuanto de mi pasado haya acabado siendo hollín y cenizas. Volveré a comenzar, caminando por encima de ellas.
Editado: 22.04.2020