Semi dormido llegaste a tientas hasta el baño. Ya no querías más pero seguías, como todos ahí afuera. Encendiste la luz y te miraste al espejo. Estás viejo, Koya, mirá lo que hicieron con vos, ¿no pensás vengarte? Pero cómo, si te habían convertido en maldito gusano. Te mojaste la cara con agua fría. Cada día sale más oscura y hedionda. No sé cuánto tiempo más se podrá soportar esto. Pusiste una pizca de bicarbonato en tu boca, mojaste el cepillo con agua y cepillaste tus dientes. Poco a poco iban tomando el color del agua, los veías grises, tu sonrisa era gris, todo ahí afuera se veía gris. ¿Y adentro?, te preguntaste. Adentro era mejor no mirar, ¿para qué humillarse más de la cuenta?
Caminaste hasta la cocina, pusiste agua a hervir y preparaste un café. Hacía tiempo que café, lo que se dice café, ya no se conseguía. Era café de porotos tostados. Eso estaban haciendo últimamente para no dejar de vender. Porotos tostados y molidos. Si mirabas la bolsa, parecía café, pero una vez abierta, el aroma inigualable del café no aparecía nunca. Te morías esperando que llegara pero nunca llegaba. Pensaste, mientras tomabas el desayuno, que podías morirte ahora mismo, de lo que sea, nadie se enteraría por un tiempo, hasta que tu cuerpo empiece a despedir olor. Ese olor no era muy diferente a lo que se respiraba al salir a la calle. Todo estaba corroído por el tiempo y el desgano. La ciudad era pura miseria reavivada a diario por gritos estentóreos de vendedores, locos y predicadores evangélicos que trasladaban la palabra de un dios invisible hasta los rincones más impensados de la podredumbre mundial. La hecatombe no tardaría en llegar, pero para eso todavía faltaba un poco.