Posó la mirada en aquel colorido letrero conformado por figuras infantiles, expresando a sus visitantes el significado oculto de quienes permanecían protegidos de un cruel mundo exterior en esas características áreas. Finalmente había llegado al pabellón de niños sin hogar.
Se movió sin una pizca de vacilación escuchando el constante desliz de sus pisadas golpear contra las cerámicas aseadas y pulidas, destacando la pulcritud del blanco que tanto le aniquilaba las entrañas. Asentó en lo hondo de su estómago el infinito desagrado impulsándose a fragmentar los metros que le distanciaban de su destino. Un firme agarré le impidió proseguir, observando al reacio hombre que fungía como parte del personal de seguridad disponible para resguardar los territorios que él pretendía asediar. Se liberó sin inconvenientes de quién le vigilaba con presunta amenaza halando molesto de las ropas que antes fueron retenidas. Pretendió ignorarle, sus emociones estaban pendiendo de un hilo demasiado delgado para poner a prueba su capacidad de resistencia.
—Deja la barbarie amigo, tenemos autorización de la doctora Davis para ingresar.
Oyó quejarse a sus espaldas al empezar a moverse de nuevo. Miró sobre su hombro hasta que las siluetas de Marck y Jong aparecieron en su campo de visión entregándole al guardia que les impedía el acceso la nota que les acreditaba la estadía en cualquier espacio abierto y disponible del centro médico.
—Está bien —respondió el vigilante sin ánimos de permitirles la intrusión. Dio un escaneo rápido a las llamativas vestimentas que portaba Marck disgustándole más la idea de sus superiores—. Solo unos minutos, los pacientes no están en horario de visitas por lo que podrían incomodarlos.
—Tomará unos minutos, despreocúpese —aseguró Jong varios metros por detrás de Jason, concediéndole así la privacidad suficiente para actuar.
Transitó los pasillos que incontables veces creyó estaban infestados por horripilantes monstruos y seres de la noche que disfrutaban atemorizarlo desde los rincones invadidos por penumbras, criaturas hechas de pesadillas y ojos crueles que a temprana edad descubrió tenían una engañosa apariencia humana. Se detuvo en la penúltima de las puertas dispuestas del corredor, conteniendo el acumulo de emociones que luchaban una con la otra por escapar. Elevó en el aire una de sus extremidades estremeciéndose cuando sus dedos rozaron la zona del falso contrachapado que se adhería a la madera, delineando con sumo cuidado cada uno de los términos que conformaban al número 504, temiendo romperle si le tocaba por demasiado tiempo.
—¿Por qué? —fue la débil interrogante que abandonó sus labios con la derrota que le desgarraba desde el interior, reclinando el peso de su cuerpo sobre la superficie de la portezuela mientras sus manos se deslizaban inertes hasta presionarse en busca de un ancla que le impidiera hundirse irremediablemente.
Apoyó su frente en el interior del marco de entrada ocultando de sus espectadores las silenciosas lágrimas que caían sin detenerse, completamente abatidas a merced de los acontecimientos que había descubierto. La tristeza transformó sus joviales facciones, haciendo un esfuerzo por deshacer el doloroso nudo que cerraba su garganta con la intensión de asfixiarle, considerando la tentadora idea por un efímero segundo antes de descartarla.
Se aferró al pomo de la puerta hasta que sus nudillos sintieron la tirantes de la piel, dudando en desbloquear el ingreso e inspeccionar lo que adentro de aquellos muros le aguardaba. El rechinido del soporte adherido a los costados hizo eco, dándole la bienvenida al reducido espacio que en numerosas oportunidades visitó a hurtadillas de todo el equipo de asistentes médicos que eran responsables de su tratamiento. Recorrió con sus manos las paredes pintadas de un adorable color rosado, aquellas que habían sido fiel testigo de los importantes eventos que habían marcado su vida junto a la presencia de Hana, enseñándole a base de cálidas sonrisas un mundo que desconocía, uno en donde él había aprendido a ser feliz aun cuando sólo la tenía a ella.
—Por qué, Hana —enunció quedito, casi como un secreto que deseaba solo conociera la grácil y vaporosa silueta que veía sentada cual espejismo en uno de los muebles próximos a la ventana.
Su pequeño cuerpecito se encontraba admirando hacia un extenso firmamento mientras tarareaba una dulce tonada, una tierna canción que ella interpretaba para ese universo imaginario repleto de manzanas, crayolas y cuentos de hadas. Su llanto se incrementó al verle girarse para encararlo, ofreciéndole una vez más esos maravillosos ojos tan azules como el cielo, bastando su mera sonrisa para sacudir a las cientos de mariposas que habían aprendido a volar al conocerla a ella.
La contempló aproximarse sin titubeos, vistiendo una bata amarilla y un rojo listón sosteniendo sus largos cabellos azabaches oscilando entre sus sutiles movimientos. Descendió hasta que sus alturas fueron un poco más igualitarias, sosteniendo su alma en un puño al sentir el falso calor que le ofrecía al tocar su rostro con sus diminutos dedos de niña, permitiéndole descubrir al joven adulto en el que se había convertido sin tenerle a su lado.
—Lo hiciste bien.
Su encantadora voz traspaso sus tímpanos brindándole a su corazón un bálsamo de paz en medio de tanto sufrimiento.
—¿Por qué lo hiciste, Hana? —debatió una vez más a la menor, sintiendo en carne viva el ardor de las lágrimas que huían furtivas por sus mejillas—. ¡Dímelo!, ¡Por qué ocultaste la verdad! —exigió una explicación que al menos por ahora no era posible obtener, por el contrario, la niña delante de él retrocedió varios pasos abriendo la brecha que les distanciaba.
—Recuérdalo, Jason —señaló ella en dirección a uno de los bolsillos de su pantalón solicitándole comprobara su contenido, desapareciendo en medio de su fantasía.