60 veces por minuto

Décima parte

 

[Abril y Alejandro] 

[Abril y Alejandro]      

 

 

— Vamos, Abril, detente, no me hagas salir del coche y meterte a la fuerza.

 

Sentía como la paciencia se me estaba acabando con cada palabra. Ya no por su berrinche de niña pequeña, su caminar a ningún lado y sin el menor sentido, sino por el hecho de haberla perdido sin saber siquiera donde estaba o si le había ocurrido algo.


Cuando la vi salir pitando de la casa de mi padre, creí que estaba exagerando, que se le pasaría el enfado a los cinco minutos. Pero al avanzar las agujas del reloj me di cuenta de que no era así. Que no entraba y por ello como un idiota enganchado hasta las trancas, aquí estoy, tras un buen rato de buscarla como loco por todas partes, amenazándola con la esperanza de que se serene y se siente a mi lado dejándolo todo atrás.

 

— No pienso volver ahí, ni muerta —sentenció con seguridad y un gran enfado en su voz mientras siguió avanzando hacia ninguna parte—. Como entre ahí de nuevo no voy a poder controlarme —prosiguió dejándome clara su posición, pero ello no significaba que no se le fuese a pasar el enfado en cuestión de segundos.

 

Siempre que discutíamos acababa cediendo, volviendo a mí, y aunque nunca se disculpase con palabras, lo solía hacer con la mirada. O eso es lo que me gustaba creer.

 

— Cálmate por favor, entra al coche y hablemos como adultos —le pedí llenando mis pulmones de aire a punto de estallar pero controlándome por ella.

 

Podía entender su punto, la víbora de Camila tenía ese mismo efecto sobre mí, pero estas no eran las maneras de afrontar las cosas.

 

— ¿Y es que acaso no me estoy comportando como una adulta? Me he ido de esa casa para no empeorar las cosas, creo que eso es lo suficientemente adulto —alzó la voz, volviendo a aclarar su punto.

 

Sí, tenía razón, pero no podía dejar que la niñata consentida de Camila estropease nuestra cena, el primer contacto de mi pareja con mi padre, incluso con Rosa, que lo estropease todo y provocase una discusión entre nosotros. Seguro que eso era lo que se proponía.

 

 

(...)

 

 

 

Ni siquiera me puedo explicar cómo conseguí que subiera al coche y mucho menos que lo hiciera a las buenas. Pero aquí estábamos, volviendo a casa de mi padre para poder probar la magnífica cena que tenía pinta de acabar como un bar de moteros pasada la media noche.

Desvié un momento la mirada de la carretera para poder observar a la mujer que iba de copiloto a mi lado. Era realmente hermosa, con sus defectos como todo el mundo, pero eran esos defectos los que la hacían lucir tan increíblemente irresistible. Ese pelo castaño y rebelde que le declaraba la guerra todos los días, su delicado rostro, sus ojos marrones que te leían los pensamientos por más escondidos y enterrados que los tuvieras. Sus largas pestañas, su nariz redondeada y sus labios más que besables. Y si, tenía la suerte de que ella estuviera a mi lado.

Sonreí para mis adentros por conseguir a alguien tan increíble en mi vida y volví la mirada a la carretera, no sin antes, sentir su mano en la mía sobre la palanca de marchas.

 

 

 

(...)

 

 

Tan sólo el jardín nos separaba de nuestro destino final, por lo que tras atravesarlo y aparcar el coche, salimos dirección a la casa a la que sinceramente ninguno de los dos tenía ganas de volver. Podía oír cómo Abril resoplaba a mi lado haciéndola lucir de lo más infantil y al cruzarse nuestras miradas traté de transmitirle mi fuerza aunque eso no fuera suficiente.

 

— No dejaré que nadie te haga daño —le prometí, aunque ella sabía de sobra que así sería.

 

— Tranquilo, de la nariz de tu hermana me ocupo yo —guiñó el ojo divertida relajando la tensión que se había establecido entre ambos. Por un momento me imaginé aquella escena y sabía quién ganaría, ni siquiera tenía dudas, Abril era una ganadora.

 

Al cruzar el umbral de la puerta me di cuenta del caos desatado que se había montado en nuestra ausencia, gritos y más gritos provenían del comedor. Al avanzar paso a paso, ya no sé si por masoquistas o por cotillas, nos dimos cuenta de lo que ocurría.

 

— En cuanto vuelvan aquí te disculparas —le ordenaba mi padre a Camila con una voz ruda y sin pizca de duda en sus palabras—. Sin peros —prosiguió cuando la niña mimada abrió la boca para contestarle—. Si no se acabaron los lujos ¿está claro? —finalizó dando por zanjado el tema.



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Editado: 18.05.2018

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