Tembló mucho cuando estuvimos en los ductos de aguas negras. Fue difícil mantener la esperanza en esos momentos, pero Abel siempre nos ayudó. Él nunca dejó que nos rindiéramos. Vivimos peor que menesterosos durante varios días. De vez en cuando, salíamos para robar alimento.
Nadie eligió a Abel como el líder, tampoco él se propuso, pero siempre nos brindó esperanza. Lo seguimos porque —en medio de la desolación— sus palabras nos daban paz y fe. Algunos, lo empezaron a llamar «padre Abel», pero el siempre negó ese título. —Nunca terminé —aseguraba cada que le decían así—, solo soy otro pecador arrepentido.
En la superficie, se formaba una sociedad que se hacía llamar Edén. Aunque ellos pregonaban un discurso de salvación, solo lo hacían para los que renunciaban a su identidad. Persiguieron a los hombres y mujeres que tenían una religión; incluso, aquellos que tenían nombres religiosos, eran obligados a cambiarlos. Destruyeron iglesias, símbolos y escritos. El nuevo mundo no permitía otra creencia diferente a la suya.
Con la excusa de unificar a la humanidad, los edénicos asesinaban a todos los que pensaban de manera diferente; si no pregonabas su ciencia, creencia o cultura, eras un criminal. Había tres caminos para los detractores de Edén: la conversión, la muerte o los centros de readaptación.
A causa del reinado edénico, tuvimos que escapar hacia una de las ciudades abandonadas; lejos de su dictadura disfrazada. Tuvieron que pasar 44 días para que supiéramos algo del gobierno. A través de una radio de baterías, escuchamos la última estrategia para terminar con la guerra.
El Secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos —presidente por línea de sucesión—, aseguró por primera vez desde que inició la guerra, que el ataque bioquímico terminaría con el arma de los detractores del mundo: el parásito caníbal.
El día 48 comenzó el contraataque a escala global. Los gobiernos de todos los países aliados, esparcieron el químico por las ciudades más contaminadas. Esa estrategia desesperada, fue algo en lo que nunca creí.
Por la mañana del día 49, las ciudades se cubrieron de una neblina de color azul. Sin embargo, cuando la ceniza comenzó a disolverse, las grietas escupieron algo peor. La última estrategia de la humanidad falló.
La primera vez que lo vi —durante el primer día—, no creí que de las grietas salieran demonios; me engañé a mí mismo para no ver esa realidad. Sin embargo, durante el periodo de la segunda incubación —así se le conoció a los días después del contrataque químico—, las grietas escupieron entes violentos.
Cenizas de color gris y blanco salieron de las grietas. Los patrones que se formaban en el aire, semejaban siluetas semihumanas, animales y criaturas monstruosas. No tuve dudas de que eso no era un parásito —como lo habían llamado—, sino algo mucho peor.
Nuestro grupo, estaba en una ciudad abandonada cuando eso ocurrió. Por las calles, los sobrevivientes de la guerra y de Edén, vagaban sin rumbo y esperanza. Podías ver dos clases de personas, los que buscaban su redención como agua en el desierto, y los que aceptaban su maldad. Estos últimos eran peores que no muertos.
Las calles estaban llenas de personas hincadas, lloraban con desesperación; «me olvidaste, señor», gritaban envueltas en un sepulcro desolado; «te olvidaste de mí», sollozaban sin esperanza. Hubo muchos suicidios.
En nuestro paso por la avenida 506, un sujeto gritó enloquecido: «sean bienvenidos, hermanos». Después, disparó eufórico al aire en varias ocasiones. Los demonios que salían de las grietas, se arremolinaron sobre él. Seis entes grisáceos entraron con violencia por su garganta.
Aquel sujeto calvo de ojos insípidos, se golpeó el rostro con furia. Después rascó su cabeza como queriendo abrirla, carcajeó de manera psicópata y corrió por todas partes. Chocó con un edificio, en el que comenzó a golpearse. Pedía ayuda a gritos, gemía desesperado que lo detuvieran. «¡Asesínenme!, ¡hagan que se detenga!», gritaba atemorizado.
Estrelló su frente durante varios minutos, nunca cayó inconsciente, sino que continuó haciéndolo hasta que impregnó su dorso con sangre. Cuando estuvo empapado, se miró con desesperación y arrancó su playera con los dedos. Después, vomitó serpientes y alimañas, mismas que volvió a ingerir. Lloraba y reía, carcajeaba escarneciéndose a sí mismo; era juez, verdugo y acusado en su propio cuerpo. Al final, emitió un gritó desgarrador de auxilio, y comenzó a arrancarse y comerse su propia piel.
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Editado: 17.11.2018