Los colores del atardecer bailaban sobre la superficie del agua tranquila del lago y la muchacha suspiró tranquila, permitiendo que la paz que reinaba en aquel paisaje se hiciera parte de ella también, dándole un respiro del mundo.
En alguna parte de su mente apareció el recuerdo de una historia que le había contado un profesor de la universidad, encontrando en ella un igual en lo que a los conocimientos se refería.
Se llamaba Crveno. El lago, no el profesor. Un nombre extraño para un lago en medio de pequeño pueblo donde predominaba el habla español. Por eso no fue una sorpresa cuando el profesor le explicó que el nombre no tenía nada que ver con españoles, más bien con una pequeña tribu eslava que pasó un tiempo en este lugar durante su búsqueda de hogar permanente. El profesor le habló sobre cómo, al arribar, fueron testigos del maravilloso juego de colores del atardecer sobre las aguas cristalinas que en ese momento debieron parecerles un oasis en medio del desierto. Significaba Rojo en español moderno. Tampoco apropiado, según la humilde opinión de Isabella. El nombre original poseía una fuerza a la cual ninguna traducción podría hacerle justicia. Tal vez fue por eso que se mantuvo durante siglos, sin sufrir contaminaciones de otras lenguas.
Suponía que lo que en su tiempo vieron los eslavos se diferenciaba de lo que estaba viendo ella en ese día de verano. La iluminación artificial seguramente disminuía un poco el verdadero espectáculo, pero aun así era algo digno de ver.
Por eso se escapa ahí cada vez que podía. Para ella también era un oasis. Ella no era una nómade eslava en busca de agua para beber, para limpiarse y lavar las ropas de sus niños. Pero era una chica profundamente herida, una chica que necesitaba de esas pequeñas dosis de felicidad para sobrevivir su día a día.
El disfrute le duró poco. Tal parecía que el sol estaba apurado para desaparecer detrás de la montaña, dejándole paso a la luna. Ella también jugaba con el agua en su propio modo, pero Isabella pocas veces podía quedarse para ver. Tenía que conformarse con solo una parte de la función que alegraba un poco su vida.
Un calambre le recordó que estaba apretando su mano demasiado fuerte, los bordes del medallón que sostenía con ahínco se estaban clavando en su piel. El dolor era bienvenido, pues era un recordatorio leve de que seguía viva, que la sangre seguía corriendo por sus venas. Relajó el agarre y se levantó a regañadientes del banco que había reclamado como suyo, echando un último vistazo a la tranquilidad y preparándose para el caos.
Esa noche, llegó un poco antes de lo esperado. Un cuerpo duro se estrelló contra ella, haciendo que se tambaleara, demasiado cerca del agua para su propio gusto.
- ¡Perdona! - le gritó el hombre, ya varios metros lejos de ella, sus palabras perdiéndose en el viento.
Isabella negó con la cabeza, tratando de calmar su corazón que latía frenético por el susto pasado. Cuando levantó sus manos para apoyarlas sobre el órgano, sintió una dolorosamente vacía. Paseó su mirada alrededor, pero dentro de sí ya sabía que no encontraría su medallón. Era una verdad aplastante, una certeza que no podía explicar. Rememorando todo el incidente, sintió el momento exacto cuando este cayó al agua, desapareciendo para siempre. Volvió la mirada hacía el lugar por donde había desaparecido el hombre, preguntándose si era consciente que un tropiezo insignificante en su vida había alterado la de ella irremediablemente.
Con una última mirada hacia el agua que ahora parecía burlarse de ella, una lagrima solitaria deslizándose por su rostro, se encaminó rumbo a su hogar, dulce hogar.
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Editado: 22.08.2021