Andrea no era fan de la historia. Todo lo relacionado con los acontecimientos pasados le era extremadamente pesado y aburrido. Vivía pensando que lo que importaba era el ahora, el presente. Hasta en la escuela había batallado con esa materia, apenas lograba aprobar con mucho esfuerzo y con ayuda ocasional de sus compañeros. En conclusión, podría defenderse en cualquier conversación, menos en una donde se debatían hechos históricos.
Pero, podía darle rienda suelta a su imaginación sin problema. Por ejemplo, si alguien le preguntaba cómo eran las reuniones secretas de los Lores y reyes de siglos antiguos donde se planeaban las guerras y se conspiraba contra los enemigos, podría responder y estaba segura de que acertaría en su explicación. Quizá porque ella había vivido algo similar cada día de su vida desde que era una niña pequeña. Justo en ese momento estaba en un momento así y no veía la hora de escapar.
—¿Me estás escuchando, niña? —la riñó su padre, sentando detrás de su escritorio de caoba imponente, dominando completamente la habitación.
Cómo si su pregunta fuera un interruptor invisible, las miradas de todos los ocupantes de la habitación se centraron en ella y tuvo que haber acopio de toda su fuerza para no encogerse ante la atención. En su familia, las apariencias lo eran todo y ella tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano cada día para satisfacer sus expectativas. Era un juego que ya la estaba cansando, sentía en su bajo vientre el cosquilleo de la rebelión que sentía desde hacía años y que estaba alcanzando un punto sin retorno. Más aún no estaba lista para plantarles cara o enfrentarse, había aprendido que lo más fácil era seguirles la corriente, al menos en las nimiedades que no influían mucho en su vida.
—Claro que sí, papá. —Mintió descaradamente, no había escuchado ni una sola palabra de su discurso, había desconectado apenas había cruzado la puerta de su despacho.
Se irguió en el asiento un poco, se puso recta y le sostuvo la mirada para que no viera a través de su mentira. No le tenía miedo, era solamente el sentido de respeto por sus mayores lo que la llevaba a soportar estar en ese lugar y escuchar sus planes retorcidos. No había manera de que la atrapara en su mentira, no muchas cosas se debatían detrás de la puerta cerrada de los Rodríguez así que podría recitar el discurso a memoria, a pesar de no haberlo escuchado.
Contento con su respuesta, su padre prosiguió con su monólogo, esperando que todos le cantaran las gracias y asintieran a cada palabra suya. Sin ganas de volver a estar en el centro de la reunión, se mantuvo en su posición y fingió interés en lo que decía, sonriendo de vez en cuando por reflejo. Ángel – su hermano – bufó a su lado y Andrea sintió regocijo al darse cuenta de que no era la única que se aburría. Por un segundo deseó poder girarse y sonreírle, convertir ese momento en una broma privada entre ellos, pero otra lección que había aprendido en sus más tiernos años era que no podía confiar ni siquiera en su propia familia.
Los Rodríguez – una familia prominente que mantenía la mitad de los contratos arquitectónicos de la capital – eran una manada de buitres que estaba dispuesta a despedazar a cualquiera con tal de lograr sus propósitos. Cada uno de sus miembros mantenía su propia fracción de la fortuna familiar y la protegía despiadadamente de todos, hasta de su propia sangre. Por eso no se atrevía a comentarle nada a su hermano, porque aunque en ese momento podrían parecer cómplices, sabía que más temprano que tarde lo usaría en su contra. Se quedó plantada en su lugar sin dar señales de que había oído su bufido, casi fingiendo que no estaba sentado a su lado.
La reunión se prolongó por una hora más y cuando el patriarca de la familia finalmente pronunció su última palabra, todos salieron de a uno apresuradamente. Andrea se entretuvo un poco, no era prudente correr primera y tampoco quedarse la última, en ambos casos se lo recriminarían. Fue Ángel que perdió esa vez y Andrea soltó un suspiro de alivio al escuchar a su padre detenerlo porque quería comentarle algo más, consciente de que se había escapado por un pelo. Ni siquiera se detuvo con los demás, todos estaban reunidos alrededor del bar de bebidas y hablaban de algo que realmente no le importaba.
—Andrea. —la detuvo la voz de su madre, tomó aire antes de girar hacia ella y plasmó una sonrisa encantadora en su rostro.
Su madre le entregó una copa de champagne y tuvo que aguantarse las ganas de resoplar ante la hora. Eran apenas las once de la mañana, pero todos bebían como si no hubiera un mañana. Sin ganas de discutir tomó un pequeño sorbo, decidida a dejarla en la primera oportunidad.
—¿Te quedas a desayunar? —sonó más como una orden que como una pregunta, pero Leticia Rodríguez era una maestra en disfrazar sus palabras y sus intenciones.
Aun tratando de evitar un enfrentamiento familiar, Andrea negó con suavidad.
—Quiero pasar por la construcción antes de irme, mamá. Sabes que no me gusta la idea de dejarlo todo en manos de los demás. —habló con tranquilidad, escogiendo las palabras correctas para mantener en calma a su madre.
Leticia asintió, satisfecha con la idea de que su hija fuera tan aplicada con su trabajo.
—Haces bien, mi vida. —La elogió, poniendo una mano delicada sobre su brazo y apretando suavemente en señal de apoyo—. Nunca dejes que los demás se encarguen de cosas importantes que puedes hacer por ti misma. No se puede confiar en nadie en estos días. —dijo con desprecio ante esas supuestas personas que no eran de confianza.