En la tierra hay una bella historia que pocos mortales cuentan con la suerte de conocer.
A cierta hora del día se produce una confesión sin igual. Hermosa a grandes rasgos, pero trágica si se detalla a fondo. Los grandes sabios la han admirado desde épocas antiguas hasta nuestros días y yo tengo la fortuna de presenciarla justo ahora...
Los rayos del sol resplandecen con vigor y se esconden detrás de una bola de fuego que amenaza con hacer arder todo a su paso. Justo cuando al día le falta poco para acabarse y a la noche le falta poco para cubirir al cielo con su oscuridad, en ese lapzo de tiempo, los dos están a punto de combinarse, están a punto de ser uno solo y, entonces, el cielo explota en colores.
El sol brilla con más intensidad, aclamando lo que nunca pasará. Lo sabe perfectamente, pero no puede hacer otra cosa que dejarse delatar. Es demasiado obvio para esconderlo y demasiado hermoso como para dejarlo pasar.
Es su proximidad e intensidad lo que crea el atardecer. Los colores y la magia que caracterizan ese momento en el que uno se acerca, pero el otro tiene que irse.
Su química causa un espectáculo de tonalidades en el cielo, el cual se quema bajo su amor prohibido. Sin embargo, ese es el único instante en el que pueden estar tan cerca, palpando su grandeza y toda la tierra admira su cercanía.
No obstante, la oscuridad de la noche termina de invadir al cielo y el frío extingue cualquier rastro de calidez que antes se extendía con placer.
El sol debe seguir su rumbo porque la luna no dejará de seguir el suyo por él.
A pesar de su declaración, la luna lo deja atrás. Lo hace una y otra vez, pero el sol es testarudo y decide esperarla todos los días al amanecer y al atardecer para volver a confesar su pasión.
Sin embargo, nunca va a pasar nada más que una interacción. No se pueden acercar demasiado porque tienen roles que ocupar ni tampoco pueden quedarse allí porque entonces el mundo se detendría si lo hacen. Por lo que están limitados a admirarse de lejos.
Me di cuenta que era el sol cuando puse todo mi empeño en un amor que me hacía vibrar de emoción, soñar con locura, desear desenfrenadamente cosas vagas y anhelar quedarme allí, sintiendo siempre la calidez de tu cercanía.
Tan bello y radiante como un atardecer en el mar y, al mismo tiempo, tan inalcanzable como las estrellas sobre mi cabeza.
Maravilloso y deslumbrante como el juego de colores que produce un amanecer, pero a la vez, tan lejos de mi alcance que debo conformarme con anhelarte de lejos.
Los sabios afirman que hay siete maravillas en todo el mundo. Sin embargo, en mi mundo sólo existe una y lleva tu nombre.
Observo el cielo, dejando que el viento haga danzar mis cabellos en el aire.
Las estrellas se ven como diminutos puntos blancos en la inmensa oscuridad. Reparo en ellas con la vaga intención de formar de nuevo tu nombre en ellas.
Tal vez la luna extrañe al sol y por eso todo ahora es oscuro. Tal vez por eso tiene una sonrisa rota en lo alto. Tal vez me pasa justo lo mismo contigo y por eso ahora me siento vacía.
Somos la luna y yo de nuevo, contando nuestras desgracias, sintiéndolo todo y a la vez sintiéndonos incompletas. Viendo la magnitud de lo que deseamos, pero sintiéndonos absurdas por la imposibilidad de la situación.
Hay maravillas que deben ser admiradas de lejos, como lo hermosas que son, pero no podemos quedarnos junto a ellas por más que deseemos.
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poemas romanticos, escritos reflexivos , mini historias de suspenso
Editado: 01.10.2024