Salté al pavimento con el corazón en la garganta queriendo cruzar la calle. Alcé la vista tratando de discernir su sombra en alguna de las personas que transitaban las aceras, hallando perfiles ajenos que de alguna manera me recalcaron su abandono.
Un campesino que solía vender pan a diario en el porche de su casa, a seis o siete metros de la mía, era el sujeto indicado para informarme sobre el paradero de un joven, algo atlético y de cabello oscuro, que había llegado conmigo hacía quince o veinte minutos. Tuvo que haberlo visto. Ese hombre pasaba todo el día sentado hasta que la última bolsa de pan se vendiera.
Yendo hacia su puesto, alargando los pasos, un apretón en la muñeca impidió que continuara el trayecto. Me volví, encandilada, reconociendo las facciones.
—Ey, ¿a dónde vas? —La ofensa se talló en su cara—. ¿Pensabas irte sin mí?
—¡Ay, Dios! —Lo llevé a la acera al notar que una camioneta se avecinaba—. Te voy a matar un día de estos. Pensé que te habías ido.
—¿Tú pensaste que yo me había ido? ¡Ja! Eres tú la que te estás alejando de su casa. ¿A dónde ibas, eh? —Se cruzó de brazos.
—A ningún lado, te estaba buscando. ¿Por qué te fuiste?
—Que no me fui, estaba viendo el lugar. Creo que me gusta Tennessee —comentó, sin notar que pude haber entrado en pánico—. ¿Por qué esa cara? ¿Te dijeron que no podías ir?
Rodé los ojos. Él no entendía que aún mi lógica se disputaba en creer que había un castillo en Rusia y que abandonaría la universidad para desarrollar mi talento como médium.
—Pensé por un momento que no eras real.
—Ya te dije que no me fui.
—¡Sí, ya entendí!
Regresamos a Vancouver a comer el exquisito guisado que por poco se le quema a mi madre.
Siempre me preguntaba cómo sabía el portal a dónde quería ir. Eric respondió esa pregunta aclarando que nuestra mente era la que le indicaba al portal el destino, ese era otro de los conjuros asignados por la directora Mai.
—¿Qué quieres hacer después de terminar aquí? —preguntó Eric, dividiendo un pan en dos pedazos.
—¿De qué hablas? ¿No debemos irnos al castillo?
—No —Untó mantequilla—, no hoy. Podríamos irnos mañana. De Vancouver al castillo existen más o menos dieciséis horas de diferencia.
—¿Qué? —dije con la boca llena.
—Si nos vamos ahora llegaremos a las nueve de la mañana, y para llegar a esa hora, mejor nos quedamos aquí. Relájate un poco. Saldremos cuando amanezca para llegar en la noche.
—Eric —Tragué—, ¿cuál es la diferencia de irnos ahora a irnos en la mañana?
—Es tu última noche aquí —manifestó casi entristecido— y nos podemos ir en vómito.
—Claro. —Llevé mi plato al fregadero.
—Mira el lado positivo, tienes esta noche para hacer lo que tú quieras con la única condición de que no te duermas.
—Está bien. Creo poder lograrlo. —Lavé el plato y lo dejé en el escurridero.
—De igual forma esto te sirve como entrenamiento. En algunas misiones siempre es necesario que alguien haga guardia mientras los demás duermen.
Giré el rostro.
—¿Dices que yo seré la que...?
—Digo, que tienes que estar preparada para todo. Si te toca estar sola en el bosque o en cualquier otro lugar no puedes dormir hasta estar segura de que no hay alguien por ahí merodeando la zona. Te matarían en un abrir y cerrar de ojos.
—Bueno, tienes razón. —Me sequé las manos—. Si no quieres más, me avisas.
—Terminaré de comer en un momento.
Fui a mi cuarto pensando en lo que él había dicho. Mi vida ya no se centraría en estudios matemáticos que en un futuro no me servirían de nada, porque ¿de qué valía aprender límites, derivadas e integrales, si en la calle solo utilizaría suma, resta, multiplicación y división? Tampoco quería verlo como cambiar libros por armas, sino como el hecho de enfrentar otra realidad que igualmente podría adaptarse a la nuestra.
Comencé a guardar mi ropa en un bolso. Eric había comentado que una de las reglas del castillo mencionaba que no se permitía el uso de camisas con estampados, marcas o cualquier dibujo.
El ruido seco de un par de golpecitos en la puerta me distrajo.
—¿Interrumpo? —Eric se asomó.
—No, ya estaba terminando de empacar. —Cerré las gavetas.
—Nina, no quiero que estés triste. —Se apoyó del marco de la puerta.
—No lo estoy, lo que sucede es que no estoy segura si de verdad podré ser útil para el castillo, es decir, mírate —Me incorporé—, eres fuerte, habilidoso... Lo tienes todo para proteger al castillo. Yo no me acerco ni un poco.
—¿Cómo te vas a comparar conmigo? Por favor.
Cerré el bolso.
—Yo siempre he querido ser como ustedes, como los chicos. —Me di la vuelta para recoger las cosas que estaban tiradas en la cama.
Editado: 11.10.2021