A través del tiempo

Prólogo (LA MALDICIÓN)

 

León

Febrero, 1221

 

La lluvia torrencial empepaba las angostas calles de la ciudad. Aquel estaba resultando un año bastante frío y húmedo. Anochecía ya cuando tocaban a misa de siete en la parroquia de Santa Lucía. La iglesia, situada en el corazón de León, siempre contaba con un número muy elevado de fieles, pero cuando llovía, el número de asistentes al oficio mermaba considerablemente.

A los vecinos de aquel barrio no les gustaba la lluvia. Eran testarudos, laboriosos y ricos, pero odiaban la lluvia, la nieve y el frío, más que frecuentes en los recios inviernos leoneses. Algunos de los mercaderes con más posibilidades, había pensado en mudarse a climas más agradecidos, pero casi ninguno acababa por dar semejante paso. Las inclemencias del tiempo eran muchas, pero León era un buen sitio para vivir. Era una tierra hermosa y que daba abundantes beneficios, y el rey, don Alfonso, era justo y moderado. Su fama de mujeriego le concedía un toque humano que no hacía sino hermanarlo con ese pueblo que lo adoraba.

Aquella tarde, la misa de siete acabó pronto. Don Fernando, el párroco de Santa Lucía, estaba decepcionado. Estaba claro que sus fieles preferían la comodidad de sus lujosos hogares de piedra, que la fe y el amor por Dios. Los habitantes de aquel barrio, casi todos dedicados al mercadeo de artículos de lujo y especias exóticas, despertaban en el religioso una especie de repulsión por la poca consistencia de su fe. Él era ya anciano y no comprendía que las personas pudieran anteponer las condiciones atmosféricas, por adversas que estas fueran, a su devota condición para con su Dios. Creía fervientemente en que un simple campesino, con su devoción inocente y sin artificios, era mucho mejor feligrés que aquellos que dejaban buena propina en su cepillo, pero que no profesaban ninguno de los preceptos cristianos que él tanto insistía en transmitir en cada uno de sus sermones.

Claro que había excepciones. Sobre todo, cuando se trataba de los nuevos ricos o de inmigrantes que habían decidido hacer florecer sus negocios al amparo de los muros de la capital del reino leonés. Esos eran los que se deshacían en elogios hacia la parroquia y los mensajes de amor de don Fernando. También, todo sea dicho, eran los que más generosos eran con sus donativos y prebendas, encantados de agradecer a Dios, de esa forma, todos los parabienes que recibían a diario.

Ser mercader y hacerlo con éxito era la única forma lícita de escalar puestos en esa sociedad tan cerrada y tan clasista. Lo malo era que para alcanzar ese éxito hacía falta mucha suerte, influencias con peso y, sobre todo, algún capital con el que comenzar el negocio que podía prosperar o hundir a los avezados valientes que se lanzaban a la aventura de intentar tal empresa.

Don Fernando se resignó una tarde más. ¿Para qué negarse a la evidencia? ¿Para qué quedarse afónico pregonando que ya no quedaba verdadera fe en ningún sitio? Se sentía tan herido en su orgullo que tuvo deseos de explotar. Además, se había quedado solo, ni siquiera el padre Francisco estaba ya a su lado para escuchar sus lamentos y sus quejas.

El joven sacerdote que le ayudaba en las tareas de la parroquia estaba destinado a ocupar su sitio cuando, en un tiempo ya no muy lejano, él tuviera que dejarlo todo en sus manos. Con el paso de los años, había llegado a cogerle verdadero cariño y, ahora que había pedido ese apresurado permiso para ausentarse de León por un tiempo indeterminado, don Fernando se sentía más solo que en toda su vida.

Su joven pupilo, al parecer, pretendía reunirse con su tío, el poderoso obispo de Toledo Rodrigo Jiménez de Rada, para tratar un asunto de importancia vital. A don Fernando se le despertó un sexto sentido con la marcha de su protegido, una voz interna que le decía que el padre Francisco no regresaría jamás a Santa Lucía.

Ante aquel panorama de desolación interior, el anciano párroco hacerle una visita a don Augusto Fernández, el noble obispo de León. Tomarían el rico licor de cerezas que la hermana del obispo preparaba y hablarían de lo avanzadas que iban ya las obras de la catedral. Quizá, si la conversación así lo requería, sacaría a relucir el escabroso tema de la hipocresía de sus feligreses, a lo que el obispo, seguro, le acababa por dar la razón. Juntos, en comunión, convendrían una solución viable al problema.

Se puso su abrigo grueso de lana sobre la sotana, se cubrió la cabeza con un gorro oscuro y muy abrigado que le había tejido una vecina de la parroquia, y se encaminó a la puerta de salida de la iglesia, no sin antes dedicarle una oración sencilla y una genuflexión sentida a la patrona y protectora de su pequeño santuario.

En el mismo momento en que estaba apagando la última de las velas que iluminaban la entrada, una figura pequeña y encorvada, protegida del frío por un fino mantón de lana, entró atropelladamente en el templo.




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