A través del tiempo

Prólogo II (LA MALDICIÓN)

Todo aquello resultaba absurdo.

Llevaba nueve años en León, en aquella pequeña parroquia y su vida no era complicada, no lo era en absoluto. Francisco Rodríguez, sobrino del héroe de las Navas de Tolosa y obispo de Toledo, no podía rendirse ante la primera adversidad.

Su marcha de León solo tenía un propósito: pedirle a su tío un cambio de parroquia, de ciudad, de vida incluso. Ansiaba quedarse en Toledo, al refugio que los ropajes obispales de su tío ofrecían. Quería sentirse arropado, a salvo del mundo y de lo que él amor había cambiado en su interior.

Tenía veintiocho años y solo pensaba en que quería morirse. No soportaba lo que la vida le estaba haciendo, lo que le hacía sentir a diario, del daño que se había hecho y del que estaba a punto de provocar. Deseaba tanto se otra persona y no sentir lo que sentía, que había llegado a odiarse a sí mismo desde que todo aquello había comenzado. Pensaba que lo peor era ser quien era, el sobrino del hombre de Dios más influyente de la cristiandad, excluyendo al propio Papa, el gran Rodrigo Jiménez de Rada nada más y nada menos. ¿Qué podía hacer él? Por nada del mundo hubiera querido decepcionar las esperanzas de su tío, que le había criado y educado como si fuera un hijo propio.

Pero se había enamorado. Y eso lo cambiaba todo.

Ahora decepcionar a su tío era solo una parte del problema. El otro problema, el grande, el que más le partía el corazón, era saber que tenía que alejarse de ella para que ambos tuvieran una oportunidad. Para que Mencía tuviera una vida digna y en paz, y él no pensara en que todo lo había hecho mal.

Lo primero que Francisco había visto al llegar a León, nueve años atrás, había sido la carita asustada de una niña atrapada por el fuego. Esa cara, ese rostro triste y lleno de hollín, le había acompañado siempre. Lo vio crecer y convertirse en la imagen más bella del mundo, un rostro que le provocaba un dolor hondo y desconocido en lo más profundo de su pecho.

Siempre la había querido. A pesar de la diferencia de edad. A pesar de los ropajes sacerdotales y, sobre todo, a pesar de lo que pudiera pensar su tío. Había creído fervientemente que pasaría el resto de su vida a su lado, silencioso, viéndola convertirse en una mujer casada, con familia, con otra existencia que a él solo le incluía como confesor o consejero espiritual. Y se conformaba. Sabía lo que había, sabía que no había muchas más opciones para él.

Pero cuando supo que ella sentía lo mismo se dejó llevar por el desconocido sentimiento del amor correspondido. Charlaban a menudo, se encontraban con la más mínima excusa… era divertido evitar a don Fernando, y toda una operación de cábala hacerlo con el padre y la tía de Mencía. Parecía que todo podía salir bien, hasta que decidieron que el amor cortés no les bastaba y que la carnalidad de sus encuentros servía para expresar aún mejor el sentimiento tan grande que llevaban escondido en el pecho.

Ese había sido el punto de inflexión. A raíz de tomarla y hacerla suya, de no poder contener el tormento de su deseo por Mencía, Rodrigo se planteó seriamente desafiar a cualquiera que osara ponerse en el camino de los dos. El amor por Mencía lo hacía invencible, lo libraba de ataduras morales o de castigos divinos. Había decidido dejar el sacerdocio y llevársela con él a cualquier lugar donde no importaba que él hubiera renunciado a servir a Dios ni ella se hubiera entregado a él sin haber pasado por la vicaría.

A veces, muchas noches, estaba tan seguro de sus sentimientos, de su devoción hacia ella, de lo claro que se presentaba el camino por delante, que sonreía pensando en el futuro que los esperaba, juntos, sin ninguna clase de traba que se interpusiera entre ellos. Pero otras veces, cuando se imponía la cordura, asumía que le complicaría la vida, que la arrastraría a ninguna parte, que la apartaría de su familia y le quitaría todo cuanto poseía. Se sentía entonces miserable, egoísta y cruel, y se castigaba a sí mismo, negándose a creer que el futuro podía ser reluciente y hermoso.

Con estos sentimientos derrotistas había tomado esa mañana la decisión más difícil de su vida. Convencido de que escapar de León y poner tierra de por medio con el amor de su vida era lo mejor para Mencía, había pedido permiso a don Fernando para viajar a Toledo, donde planeaba quedarse para siempre, aunque esa información no la compartiera con su viejo maestro.

Cuando inició su camino sintió que dejaba en esa ciudad lo mejor de él. La sensación se hizo más acuciante a medida que recorría esos primeros kilómetros, siempre bajo una lluvia insistente, heladora y desesperante. Las lágrimas de rabia, de dolor y de impotencia se mezclaban con esas gotas que el cielo le mandaba, y que creía merecerse. «Me espera una vida mejor» se repetía a cada paso que daba su camino lejos de León. «Ella va a estar mejor sin mí» pensaba luego, y no sabía cuál de las dos mentiras le dolía más.




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